Ya está, ya me dió la veta horrible del paso del tiempo, que no se agota la muy cobarde y año tras año no hace sino aumentar su capacidad de infundirme pánico. Resulta que pasé de la veintena, fíjense ustedes, y me entra la responsabilidad de esta edad tan puta que no te permite ni un respiro siquiera. Porque esto es lo que voy a recordar siempre, ¿no? ¿Y qué recordaré mañana de mis decisiones de hoy?
Es la responsabilidad que me ataca, sí, de golpe, con toda la alevosía posible a estas cinco de la mañana tan borrachas, una responsabilidad horrible y tan madura como insoportable, que me repite una y otra vez todo ese cuento de configurarse la propia vida. Que lo de una-oportunidad-y-punto sonará caduco pero es así, y la premisa me aterra hasta el punto de paralizarme en casi cualquier reflexión.
Y aquí estoy, con estos veintiuno. Con quinientas historias a las espaldas y muchos pasos por dar todavía en el camino. Demasiados, quizá. Porque veintinuo es un número que se hace enorme y diminuto a velocidades iguales, y sinceramente no sé por cuál decantarme. Y por primera vez en mi vida creo que más que el antes y el después veo el aquí y el ahora y, joder, me siento bien. Algo nuevo, esto de la nostalgia del presente.
Parece mentira, que haya pasado tanto tiempo.
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