Cuando llegué a Madrid llevaba cinco libros en la maleta: Saramago, Miguel Hernández, Fernán Gómez, Kapuscinsky y el único de Pérez-Reverte que he sido capaz de tragar y, más tarde, de abrazar: Territorio Comanche. Ahora se agrupan en montoncitos por el suelo porque hace tiempo que dejaron de caber en estas tres baldas que tengo ahí, en la pared, atestadas de sueños.
Mis padres cuenta cómo cuando se decidieron a vivir juntos las cajas de libros les salían por los ojos y por las ventanas. Que no tenían más que esas pilas gigantescas por los pasillos y los salones, como en la habitación de Octavio, la la Markel, la de Marcos, la de Alba, qué sé yo.
Siempre soñé con una cama cerca de la chimenea y de las letras, una cama que no fuera solamente un quita-la-ropa-de-encima ni para-eso-tienes-el-escritorio ni cuidado-con-los-muelles, sino más bien un lugar donde tirarte con la gente que quieres a hablar durante horas y estampar almohadas contra la cara, destrozar sábanas, inventar mundos, abrir los ojos mucho mucho y mirar al presente como si del futuro se tratase. Sacar, no sé, los pies por la ventana mientras te portas un poquito mal y piensas que, por una vez, estás haciendo lo correcto.
Laura decía que le encantaba mi cuarto pero que podría llegar a aborrecerlo si yo empezara a caerle mal. Y ahora observo estas cuatro paredes, esta metáfora mía y de mí (las dos juntas) que pretende describir toda una vida, y pienso que a la mierda, me voy a hacer con otra leja para poner a los pies, que voy a hacer montañas de voces ahí donde pueda. Que si algo tuviera que salvar serían los libros, los libros y la música, fíjense qué estúpidez.
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