Me ha chocado la normalidad del espacio. Ver que los murales seguían en las paredes del patio, a pesar de que nosotras no pudiéramos pasar porque la policía ya había tapiado el pasillo cuando el primer desalojo. Los sillones estaban allí, como siempre. La cafeta destrozada pero con minis todavía a medio sobre la barra, el frigorífico enchufado, los carteles de precios, platos sucios esperando ser fregados. El asambleódromo de la primera planta, tal cual. El baño con la puerta abierta, indicando que no había nadie dentro. Los tapices de colores por el techo a lo largo de toda la entrada, los periódicos del 15M encima de la mesa primera, la puerta de la Biblio cerrada, los avisos y las tablas con horarios pegadas por las paredes.
Pero el futbolín, claro, partido en dos. Las fotografías de la segunda planta arrancadas. Demasiada basura por el suelo. Y la gente llorando, llorando sin más en un mar de abrazos.
No sé qué esperaba. Que Casablanca se hubiera evaporado. Que el edificio fuera otro, sin más. Saber que simplemente han construido una frontera enloquece más todavía.
Tengo la imagen de las vecinas saliendo a los balcones a aplaudir mientras veíamos las mareas de gente subir desde la plaza. Cuando llegó la policía, el barrio entero gritaba Fuera. Y una chica a mi lado murmuró: pero claro, ellos van mejor armados. Yo nunca había visto abrir una puerta a hachazos.
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