Ayer, tomando un café entre sesión y sesión de las Jornadas por el Derecho al Aborto que algunas estudiantes de la Universidad Complutense hemos organizado en la Facultad de Historia (la mía, murmuro con el miedo que me generan los posesivos), descubrí a un grupo de batas blancas sentadas en la mesa del fondo. Sin caer en que las estudiantes de Veterinaria visten de verde, recuerdo haber pensado cuánta gente ha venido hoy de la Facultad de enfrente, habrán cerrado su cafetería. Mucho después, alguien me señaló a una mujer que pasaba a nuestro lado: bata blanca, carpeta con firmas, y como indicativo un brazalete: Sanidad En Lucha.
Ayer las veías por todos lados. Hace unos días sólo había negro, azul y amarillo en montañas y montañas de colores, pero ahora la Huelga de recogida de basuras ha terminado y ayer sólo se veía blanco por las calles. Paseando de un lado a otro, en todas las plazas y paradas de metro, en la puerta de las tiendas, esperando el autobús: batas blancas y un mismo brazalete. En grupos de tres, cuatro, cinco personas. Sonrientes y desesperadas, con la rabia y la fuerza de quien sabe que si no lucha lo va a perder absolutamente todo.
Ayer, Telemadrid no emitió ninguno de sus programas. A mí que no tengo televisión me lo contó un amigo: la pantalla negra, con un único mensaje: Estamos en Huelga. Y los transportes públicos, después de dos meses de paros, se plantean volver a convocar.
No sé qué me voy a encontrar hoy cuando salga a la calle. Quizá me cruce, qué cosas, con una de las ciento veintiséis profesoras y profesores de la Universidad Complutense que están dando clase en la calle. Con ellas o con las miles de estudiantes que están soportando esta temperatura ártica porque, sinceramente, no les queda otra. Porque no nos queda otra. Porque o salimos hoy a la calle o igual ni las calles nos quedan mañana.
Cuando yo era pequeña, mi madre me solía contar que las calles no estaban puestas a las ocho de la mañana. Se equivocaba. Todos los días a esa hora, yendo a clase por Gran Vía, las calles asoman una mano roja helada de frío por entre el edredón del hombre que vive en la puerta de uno de los teatros, murmurando si alguien tiene algo de comida.
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