Se nos va este 2012, dicen. Como quien no quiere la cosa, se acaba este año que no ha sido sino dar más y más pasos hacia delante con un miedo atroz a lo que nos encontraremos por el camino. Un año de desesperaciones y de anhelos (como todos, al fin y al cabo) al que alguien drogó en enero para que todo se sintiera más fuerte. Y así el llanto ha sido más llanto y la risa más risa y el estómago quería salirse por la garganta cuando corríamos por Gran Vía. Un año entero de tener a mi lado a toda la gente con la que camino, en un paralelo trucado que de vez en cuando, sin que nos demos cuenta, permite las intersecciones.
No ha sido en vano 2012: me ha enseñado a ser feliz. A abrirle la puerta a las mañanas con una sonrisa, a vivir despacito y a amar a las mías. Sigo bebiéndome las calles (eso sí), y riéndome a destiempo y abriéndome las heridas, y escondiéndome debajo de los colchones mientras me arañas la espalda. Pero (¿sabes?) eso no quiero cambiarlo.
A 2013 no le pido que me trate bien: le pido que nos traiga fuerza. Fuerza para avanzar y fuerza para continuar vivas, que el camino es largo y mucho tenemos que resistir todavía. Fuerza para respirar, para no perder la sensibilidad de las caricias y ser capaces de seguir estremeciéndonos. A 2013 le pido que por muy mal que le traten, no permita que la ternura desaparezca de este mundo. El resto ya lo haremos nosotras.
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