Les conocí un poco tarde, cuando ya ellos estaban oxidados de luchar. Nos juntábamos todas las tardes sobre una de las dos fuentes de piedra de la Puerta del Sol, con las bocas abiertas, estupefactos (palabra que siempre le encantó a mi madre), sin creer nada, los poros abiertos, lágrimas en los ojos y las comisuras de los labios curvándose a pasos agigantados. Javi me decía que llevaba soñando con algo así más de diez años.
Después, claro, se hicieron más viejos. Los rostros se desmoronaban al comprender que había que volver a lo de antes, a la inevitable resistencia, sabiendo esta vez que otro desenlace había sido posible. Ese cansancio vital, que se les metía en los huesos volviéndose intrínseco a cada uno de sus movimientos. Cuando hablaban lo hacían siempre con las arrugas brotándoles de la frente, cuerpo inclinado, voz taciturna. Fue con ellos, fue con ellas, que yo aprendí a recitar despacio. Ahora las palabras me brotan con un mismo tono, ese que desmadeja mis planteamientos intentando sembrar un algo.
Anoche decía Segundo, con un deje de orgullo que no pretendía ocultar el esto-es-lo-que-hay (esto-es-lo-que-me-tocaba-hacer), que en cinco años no suspendió ni una sola asignatura. "Eso sí, no tienes vida: carrera, militancia, fiesta... el tiempo desaparece para lo demás". No era queja: lo aceptaba como necesario. Yo, no sé, intento rascar sonrisas a los días, mirar poco el calendario, llegar tarde a las reuniones. Fingir que esa piscina de comportamientos urgentes y ahogados no me empapa. A veces me caigo, claro, y puede que de vez en cuando olvide cómo bracear, cuáles son los movimientos que me llevarán de nuevo a la orilla. Pero mientras tanto, ¿sabes?, soy feliz. O me lo creo, que es suficiente.
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