- Estás rara.
- Rara, ¿cómo?
- No sé, callada. No me gustas así. Me gustas cuando hablas.
A ella le gusta que su amiga hable, sí. Le gusta la chica tonta que se emborracha con facilidad y se sube a tacones altos de más, lanzando bobadas a la vida mientras se pinta los labios con una mano temblorosa, se sube la cremallera de la espalda, y sale a destrozarse la vida. Le gustan las diatribas sobre todo y nada y la filosofía de retrete, esos vómitos fáciles que le hacen creer que sus gilipolleces mentales tienen algún tipo de contenido lógico, o crítico, o algo. Le gusta que le den la razón y que se rían sin tener que pensar.
A ella, que para sentirse segura depende de su bronceado y que puede recitar de memoria los componentes activos de veintitrés tipos distintos de píldoras anticonceptivas, no le gusta que su amiga calle. No le gusta verla perder la mirada en el vacío, con el rostro serio, medio ido. No le gusta ese silencio durante las cenas ni el modo en que da vueltas a su jersey y a su pelo suelto entre los dedos. No le gusta la chica reflexiva, complicada, esa que requiere un esfuerzo y que cuando te mira parece tener, por fin, algo verdadero que decir. No le gusta encontrarse sola.
Sobre todo, porque quién sabe lo que le pasa por la cabeza en esos momentos. Se vacía el silencio, de tan denso. Y todo a su alrededor se vuelve frío, frío polar. Hasta que la otra vuelve a hablar, sin decir nada.
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