A la gente le suele gustar esta facilidad mía para olvidarme de nombres y caras. Me pasó el otro día con el chico aquel de la bomber, en una espera administrativa cerca de Franco Rodríguez, la forma de quitarse las gafas de sol, de observarme, de volver a presentarse, como si pudiera acostarse conmigo una y otra vez siendo siempre la primera, morbo programado a base de amnesia.
Exhibo con indolencia la maldita cualidad, acordándome en ocasiones de mi abuelo y su retaíla de frases salvavidas: hola qué tal, cómo va la mujer, en qué trabajan los hijos, qué tiempos aquellos, a ver si nos vemos. Cuando logré asumir que no se trataba de una falta voluntaria, decidí ir con ello por delante, y desde entonces a ese hola linda, soy, yo respondo un tranquilo, me abré olvidado mañana. Supongo que lo aceptan como parte de un paquete de excentricidades: estudia Historia, se cree hippie, es de izquierdas (la pobre), se le olvida que te conoce.
No deja de ser curiosa esa fascinación extraña por no ser recordado. Es la curiosidad del ego insatisfecho, el superhombre diluído en soda, la vanidad arrastrándose de rodillas para preguntar por qué, qué condición incumplida es la que le ha impedido permanecer en mi memoria. La triste espiral del exilio.
Mientras tanto, trato de vivir con ello. Me gusta jugar a que lo acepto, a que me hace gracia, a que para mí también son excentricidades. Empecé-la-segunda-carrera-porque-me-aburría, y esas cosas. En ocasiones es útil. Más allá del pragmatismo barato, sin embargo, queda la duda. Eso, y el miedo a que un día me pregunten hola-nos-conocemos y yo no sepa qué responder.
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