Cuando tenía trece años, pasé por la embarazosa situación de tener que explicarle al chico modelo de mi instituto, tres años mayor que yo y en plena y horrible adolescencia, que no sucedía absolutamente nada porque yo estuviera pillada por él. Me recuerdo en la sala del Club de Ecología, ayudándole con unos papeles del Consejo Escolar y diciéndole con toda la tranquilidad que me era posible que sí, que me gustaba, y qué. Él no parecía comprenderlo, como si al instante fuera a pegarme a él o a perseguirle por el patio del recreo (ya ves tú, qué más iba a hacer yo a mis impúberes trece años).
Si soy sincera, he de reconocer que me costó hacerlo. Pero, a la vez, me parecía algo tan terriblemente normal que no entendía por qué no debía contarlo. Nunca soporté los que-no-se-dé-cuenta y las risitas tontas de mis amigas; siempre preferí reírme alto y dar la cara, aunque fuera hablando rápido y sin pensar, antes de que me diera tiempo de arrepentirme de esto o de aquello. Ahora sigue ocurriendo así, siempre. Las medias tintas se las dejo a las otras, gracias.
Me convencí de que cualquier otra acción radicaba en cobardía, en la vergüenza más pura. Que no había nada de malo en confesar algo tan llano. Que ellos lo hacían tranquilamente, joder, por qué no yo. Una y otra vez en mi cabeza, el niño malo de mi clase de primaria, el gamberro de diez años que gemía en clase mientras la profesora intentaba callarlo gritando que eso no se hacía en público. Yo lo miraba admirada. ¿Por qué no?
(Y a veces, en este afán de destrozarme las inseguridades que llevo dentro, me pregunto si no seré yo la cobarde).
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