Si tuviera que describir mi Madrid, hablaría del patio interior de un edificio de viviendas que nunca fueron vendidas, con La Otra cantando sobre el escenario y el mundo a mi lado en un sillón rojo de quinta mano, los reposabrazos grandes, muy grandes, las paredes de colores y dibujos de un Sol lleno de puños en alto que trepan por los muros hasta arañarle un orgasmo a la luna. Lavapiés de madrugada litrona en mano, la plaza que sonríe mientras se lía un verde y toca la guitarra con esa sonrisa suya tan puta, tan dolida y tan viva, tan llena de mierda y de esperanza vacía.
Madrid, no sé, es la segunda planta del Patio Maravillas con sus reuniones de cinco horas y el humo que se te atraganta por no poder abrir las ventanas. Los paseos arriba y abajo desde Plaza España y las cenas a contra-tiempo donde ataque el hambre. Ciudad Universitaria y sus vuelva-usted-mañana, la cafetería de la Facultad de Filosofía, el futuro encerrado en la María Zambrano. Diría de llamadas de teléfono, de no-no-tengo-tiempo y de sí-te-invito-a-una-caña, y una sensación mravillosa de estar creciendo por momentos.
Madrid es montañas de libros y las calles ahí abiertas, que pareciere que muerden, que arañan la espalda como el revés de tu cama, los autobuses nocturnos cada media hora y el silencio esperando en Moncloa. Decidir que no me da la gana y salir a la vida a las dos de la mañana con ese hola-puedo-dormir-contigo, arrojarme desde cinco metros de altura mientras las telas dan vueltas, vueltas, que nací hace dos años en mitad de Gran Vía. La Marabunta inundada de gente, las pancartas de cabecera, la tensión por saber qué calle está ya cortada, conciertos en Libertad 8, Historia, tus jodidas manos, otro cubata, la cabeza que da vueltas. Amar la vida.
(Diría -supongo- algo así).
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