No recuerdo enero, la verdad. Sé que empecé el año jodida, jodida a más no poder en todos los sentidos posibles, y que me pasé el mes llorando en un Madrid helado que amenazaba con retroceder tres décadas. Tuve uno de los momentos más felices que recuerdo, con mi cuarto lleno de confeti y amigos abriendo regalos que ya no son lo mismo, ni ellos ni los paquetes. En febrero me curé y por primera vez en meses logré salir de la espiral de suicidio para sentirme bien diciendo sí y diciendo no. La sonrisa idiota de esa noche de carnaval se estampó contra la realidad en marzo, cuando empecé a comprender de lo que había salido y hasta qué punto estaba perdida. Ahí ya no sé muy bien lo que vino, pero fue en abril cuando comencé a caminar de nuevo, de la mano del día siete y todo lo que supuso. Yo volví a caer, más bien que mal, y a mi alrededor comenzaron a aparecer caras preocupadas que daban abrazos mejor que nadie antes, que te tenían la mano y te invitaban a crecer. Amigos. Después vendría mayo y el estallido de todo, y yo dejé de comprender nada y me echaba a llorar de incredulidad subida a una de las dos fuentes de Sol para ver algo mientras me sentía incomprensiblemente más arropada que nunca. Creo que morí de agotamiento esas semanas. Poco después me obligué a aceptar lo inevitable, y maldecí ese mes y su sonrisa triste con toda la fuerza del mundo.
Se puede decir que el año murió por primera vez ahí, en la frontera entre julio y junio, pegado a una ventanilla de autobús mientras yo me alejaba de Madrid intentando entender lo que me había pasado. Tras eso la desidia, la desidia y el miedo horrible a repetir lo del año anterior, a volver a mutilarme por dentro. En agosto, tras un viaje de profundas decepciones y pequeños triunfos (maldito esperar siempre lo mejor), me puse en jaque y comprendí.
El año que va a empezar mañana ya nació en cierto sentido este septiembre, y lo hizo con los mismos tres impulsos que (lo sé) me constituyen ahora: el amar (el sufrif), el madurar y la esperanza o el miedo atroz, que en ocasiones vienen a ser hermanos. En octubre me pasaron muchas cosas, muchísimas, pero se puede decir que fui por primera vez consciente (después del confeti) del valor de la amistad y de lo que significa querer a un amigo. Eso, y que me volví a dar cuenta (una sobre otra, cada vez la herida es más profunda) de que estaba creciendo. Noviembre fue mes de lucha y aceptación de una misma, y de un tropiezo terrible que me vino a enseñar a no edificar sobre tierra falsa. Y diciembre se va con paso agridulce, nostálgo y combativo. Será el sabor de la vida.
Ahora sí: feliz 2012.
1 comentario:
Me ha gustado la entrada.
Ánimo.
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