He tenido heridas en la espalda. Heridas que no cerraban, que se empeñaban en no citatrizar y que volvían a abrirse cada vez que me agachaba. Heridas justo ahí, a la altura de la vértebra que sobresale, esa que se interpone entre ti y el suelo cuando te arrojan a él con demasiada violencia. Te quieres morir, matar, romper en dos, desgarrarte la piel tú misma y desgarrársela al otro, a la otra, descarnarte tira a tira si eso te hace sentir el dolor más intenso. He tenido las rodillas desgarradas, sangre en los labios y uñas clavadas.
Me han tocado con algodón. Suave, despacio, flotando. Casi sin rozar. Una palma, otra. A un centímetro de mí, cobertura exterior de doble capa que rodea tu cuerpo como las sábanas de satén cuando duermes desnuda. Aire que respiras. Te respiran, te respiran poco a poco y desaparece el centímetro, y entonces es una lluvia y no tocas piel sino agua, agua y pelo mojado y ojos que lloran y alma que habla. Un pie en algún lugar, ahí, perdido, un cuadro de Picasso. Mi cuello, su cuello.
He estado sola. Manos abiertas y ojos cerrados. La pintura del techo es blanca, blanca. Y yo no pienso en nada.
Me he desahogado. Hola, adiós. Gracias.
Se han desahogado.
He querido y me han forzado, me he dado cuenta y lo he evitado, me acuerdo, me olvido, complazco, exijo, asiento, disiento, suspiro, sonrío, me mato.
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