Volví a mi pueblo. Allí todo sigue igual, como en cada una de mis visitas express, como si el tiempo lo evitara, como si los relojes se negaran a seguir avanzando al entrar en contacto con la primera de sus casas. Quizá es simplemente que a mí el reloj (el biológico y el otro, el de muñeca) se me rompió hace tiempo, pero Alex tiene más o menos barba y el pelo de Jeni parece más largo y Ana está más delgada (más) y David ahora tiene novia y Juanfran dejó el trabajo y el otro Alex cambió de gafas, pero el tiempo no pasa.
Es algo de lo que sólo nos damos cuenta Kike, que está estudiando Arquitectura en Valencia, y yo. Las tiendas abren a la misma hora y se habla de las mismas cosas que hace dos años. Salimos por los mismos sitios y los chismes son idénticos, repetidos una y otra vez en un comienzo de bucle que tiende al infinito.
Dicen que he cambiado. Que miro distinta, como más vieja. Que pienso más y parezco más convencida de todo, que estoy más seria, que puedo dar miedo. Yo sonrío con cansancio y bebo cerveza, sintiéndome una extraña en casa ajena. A los dos días me ahogo, siempre pasa.
Me gusta volver, ahora sí; al principio no, huía de esos viajes, corría en sentido contrario al del autobús en cuanto lo veía llegar a la Estación Sur. No podía soportar la monotonía y la capa sepia que inundaba todo, la Calle Mayor, el ayuntamiento nuevo en construcción desde hace cinco años, el parque municipal, la puerta del Urbano (quizá esto último sí, esto último sí me gustaba). Eran días perdidos, y después no lograba encontrarlos. Tampoco lo intenté nunca con demasiada fuerza.
Ahora, en cambio, una descansa y se siente más persona durante cuarenta y ocho, cincuenta, sesenta horas. Abraza a mamá, discute con mamá, vuelve a abrazarla. Como si el tiempo no me tocara. Como si la vida así con todo su significado se hubiera paralizado. Como si nada.
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