lunes, 11 de octubre de 2010

Hasta que el Sol se ponga.


A ella le gustaban las faldas de pliegues: faldas de tablillas, con costuras, de cuadros o de líneas verticales. Pero de pliegues. Le gustaba que se movieran al bailar, al agacharse, al juntar y separar las rodillas; que ondearan al dar una vuelta, y dos y tres, y todas las que hicieran falta, de la mano de él y de su sonrisa, zapatos contra el suelo y contra el aire, cabello suelto más allá de la diadema, talle alto y falda corta.

Le gustaba depositar los talones en el suelo apenas un segundo para después salir volando, hombros a la derecha, hombros a la izquierda, cabeza entera en el sentido contrario, rodillas encogidas, encogidas y en movimiento, siempre en movimiento, c'est la vie, ráfagas de viento. Y la falda volaba y volaba, siempre volaba, y ella pie alante y pie atrás, que se le iba el alma por la boca, que se moría por todos los poros, que se sentía más viva de lo que se había sentido nunca cada vez que veía su sonrisa.

Cuerpo entero hacia atrás, y el pianista, más que teclas, golpeaba cada una de sus vértebras. Le gustaban los pliegues, sí: de la falda, de la piel, de las comisuras de la boca, de la ropa en movimiento. Pero sobre todo del aire, los pliegues del aire a su paso, palmas abiertas, brazos encogidos como las rodillas (plegados), dedos estirados, una alante, otra atrás, una alante, otra atrás, imposible estarse quieta y no girar, girar, girar.

Y al final de la noche abría los ojos, sudorosa y extenuada, para contemplar la sonrisa de él ahí, mirándola, de él que había estado tocando solo para ella. Y rompía a reír. Reía de felicidad.

http://www.youtube.com/watch?v=eWNykOk2ckE&feature=fvst