viernes, 19 de febrero de 2016

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Conocí a Isa en 2010, eso seguro, y aunque no recuerdo dónde ni cómo, supongo que fue en alguno de los encierros centralizados que hubo en la Facultad de Filosofía ese otoño. Entonces nos juntábamos para estudiar: el conserje activaba la alarma del ala este a las diez de la noche y nosotras nos atrincherábamos en una o dos aulas del otro lado junto con montañas de subrayadores y decenas de copias de los últimos informes de la ANECA o de la Comisión Europea para la Educación. En pocos meses llegué a memorizar casi todas las actas de la Cumbre de Lisboa. Luego, coincidiendo con el amanecer, nos despertaban las limpiadoras de la facultad con toquecitos suaves o escobazos profundos, dependiendo de la vez, y salíamos de los sacos con legañas en los ojos, gateando con frío hasta la máquina de café. 

Ese abril fue el último de los encierros de ese tipo que recuerdo. Hay todavía, en alguna parte, un vídeo mío explicando el nuevo modelo de gobernanza universitaria. Visto la camiseta de Juventud Sin Futuro. Todavía no existía el 15M. No sé cuándo la oí cantar por primera vez. Está claro que fue antes, pero mi primer recuerdo de ella tocando la guitarra es el de mi móvil sonando en algún parque de Barcelona, rodeada de litros de cerveza, en el mes de julio de 2012. Me recuerdo tan ingenua, tan niña (y hace, ay, tan pocos años), camino del que iba a ser mi primer campa de la Cuarta. Y recuerdo el césped y la comida después de ocho horas de tren, y a Dani alucinando de que fuera a conocerla. Sonaba El blues de la violencia

Luego, Casablanca. Tuvo que ser muy pronto, porque la desalojaron al poco de dejar el Chami y mudarme a Torrecilla. Con los 10.000 libros de la biblioteca de Sol y todo el archivo de asambleas dentro. Las horas de ese día se me mezclan en la cabeza. Primero, salir de un examen y ver como diez llamadas perdidas de Teresa. Oírla, casi llorando yo, exaltadísima ella, diciendo que las lecheras estaban rodeando el barrio. Correr hacia el metro, llamar a Violeta, bajarme en Antón Martín con un nudo en el estómago y temblando de rabia. Esa noche Marta salió de su habitación y se encontró a treinta personas en el salón apiñadas para mirar por la ventana. Abajo la gente se metía corriendo en los portales huyendo de las pelotas de goma. 

De Casablanca tengo tres recuerdos que se alzan sobre el resto. Primero, Isa cantando Contigo poco después de que saliera su primer disco. Segundo, un Comité de Huelga en el asambleódromo de la segunda planta, previo a la Huelga General del 29M, y Víctor levantándose para coger aire en la ventana después de seis horas desquiciantes. Tercero, el corredor de entrada con sus sofás, sus banderines, las revistas encima del futbolín, todo como siempre, quieto como si nada, y nosotras corriendo entre los escombros del muro mientras un grupo se rezagaba para tapiar el hueco por el que habíamos entrado. Magerit. Triunfantes por cinco horas. Ella estaba dando el concierto de reapertura cuando entró la policía. 

Hoy he vuelto a escuchar a La Otra y se me ha caído Madrid encima.

Hacía más de dos años que no escribía.

jueves, 5 de diciembre de 2013

1.

Te tengo enredado en los pulmones.

Tanto, que te me atragantas al respirar y me sales así de aguado por los ojos. El amago lo he hecho antes pero es sólo ahora que lloro, al acercar el ordenador despacito y abrir una hoja nueva. Meses que no lo hacía y mi vida boca abajo (o quizá, por fin, boca arriba). Algo así.

Querido diario: consolidé mis piernas como infinitas. Me despierto cada mañana y maldigo las despedidas buscando autobuses con la mirada. Mi cama es cada vez más grande y yo que tengo esta facilidad para la piel de gallina. Ya no se me resbala la vida. Se fue el nudo de mi garganta (sólo ahora acaba de volver: por qué escribir si no) y a cambio la sonrisa es cada vez más grande. Todo está bien en el mundo cuando tiene que estarlo.

(...)

Está demás decirte que a esta altura
no creo en predicadores ni en generales
ni en las nalgas de miss universo
ni en el arrepentimiento de los verdugos
ni en el catecismo del confort
ni en el falso perdón de dios

a esta altura del partido
creo en los ojos y las manos del pueblo
en general
y en tus ojos y tus manos
en particular.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Golpea el piano.

A un lado la Reforma (Ley Juárez), a otro los Chicago Boys y yo concentrada en Carranza. Ciudad Universitaria a mi alrededor tan calmada que ella parece un espejismo, un reflejo en la marquesina que se sienta, pantalones fucsia-camisa vaquera, y busca en el bolso un cigarro. Tendrá mi edad, seguramente, pero es esta una edad en la que todavía me cuesta reconocerme. Una edad sin números, de fruncir el ceño como ella hace (su mirada) y apartarse el flequillo así como si de un gesto trascendental se tratase, de tan poca importancia.

La de veces que me habrás dicho que yo no escribo si soy feliz (¿sabes?: hace meses que no escribo), pero el caso es que la mujer se ha sentado a mi lado y a mí la vida se me ha caído encima. Porque ella tenía la edad de darse cuenta y de hacerse sola, de dejar de imitar y comenzar a ser. Tenía la edad de las preocupaciones que llegan y de las resistencias que quedan, del soy-esta-persona, del auto-reconocerse. Tenía la edad, qué sé yo, que me devuelve el espejo cada vez que lo miro, el mismo entornar los ojos y arrugar las cejas que yo en las reuniones.

Será la falda larga que llevaba hoy, o que cada vez es más cierto que me hago mayor. O que hay días que cualquier golpe de viento amenaza con abrirte los poros del quererlo todo y no poder más, que basta que te roce el aire para romper a llorar. Será todo junto más este ser consciente de que las vidas no se construyen en abstracto sino en concreto y que yo, la mía, quiero construirla contigo. Con mis ojeras, con mis pilas de libros, mis ventanas abiertas y contigo. Con este no-rendirse diario, con el empeñarse a seguir viviendo, con el respirar pese a todo y contigo. Con todas las mañanas y todas las noches que me quedan por delante.

Y, fíjate, también cuando soy feliz hay momentos que necesito escribir.

sábado, 22 de junio de 2013

Toque de queda.

He vuelto a mi bar de los quince años y seguía sonando Maneras de vivir. Como si no hubiera pasado el tiempo, como si esas paredes azules albergaran un micromundo incapaz de morir nunca. El mismo camarero, el mismo vacío, la misma puerta roja con el pestillo por la parte de fuera; el mismo baño con los recortes de tebeo y los carteles aquellos, afiches casi, de tiempos mejores. Rosendo que va cruzando el calendario y la barra desierta, con una desolación que huele a muerto y te inuda de ganas de llorar. La ausencia de relevo generacional. 

Supongo que esto es lo que significa tener un amigo, uno de verdad. Y sonrío con el pensamiento mientras en el coche suena Bob Dylan y él conduce como quien no va a ninguna parte, sin prisa, acelerando por el puro placer de pisar el pedal. Cinco euros la hora pero-bueno-no-me-quejo-podría-ser-peor y me dice que en el pueblo ya no tiene a nadie, que el que era su hermano se le fue del país hace un año (que necesita salir de ahí pero de qué va a comer), sonriendo como en esas películas en blanco y negro, donde-todo-es-tan-bello. Yo le digo, me nublo de tonta, que estoy enamorada.

A las dos de la mañana mi pueblo parece un pueblo fantasma. Será por la nada que le rodea, por los limonares estos que no acaban nunca y terminan por confundirse consigo mismos. Como quien no sabe cuándo abrir la acequia, como quien muere en la droga. Asfixia dentro de la placenta, volver a lo que fuimos. Estos veintiún años que nos matan.