domingo, 27 de junio de 2010

Del corazón a mis asuntos.

Es mediodía. La habitación parece de terciopelo. A través de las cortinas, tan blancas y livianas, tan solo se filtra un tenue espejismo de luz que amarillea el dormitorio dejando ver las motas de polvo flotando. Siempre he creído que el aire se compone de esos puntitos, algunos tan diminutos que somos incapaces de apreciarlos. El ambiente del cuarto recuerda a un teatro antiguo, en donde una cama de comienzos del siglo pasado (cabecera de cobre dorado, filigrana rizada, parábolas, torres de sueños, colcha pesada) hace las veces de escenario. Y dentro, la actriz se despierta, abre los ojos, despacito, parpadea y el aire le acaricia y calienta la cara, bentita ventana.

El mediodía se parece al otoño. Un mediodía de colores tostados y calor de manta y chimenea, aunque lo uno sean pantalones rasgados y lo otro, una camiseta de manga corta. La suavidad del terciopelo que no es sino algodón cargado de ilusiones. Bajo las escaleras, despacio, voy descalza. La casa está a oscuras, pero no una oscuridad negra ni profunda: es una oscuridad dorada, dorada y cálida, una oscuridad brillante que te arropa y te colma de seguridad. Es la oscuridad del otoño y del mediodía, la oscuridad de los atardeceres en buena compañía y de los trenes de pasajeros, la de las novelas antiguas y las butacas de anfiteatro.

Es mediodía y el salón parece un palacio. No sé por qué, pero ha desaparecido cualquier resto de incomodidad en mi estómago; ahora tan solo hay color. Y como conducida por algún otro brazo, la actriz abandona la platea y se dirige al armario de madera oscura, ese bajo con dos puertas, el de la esquina, el que suele permanecer olvidado. Con una sonrisa se agacha, notando el fru-fru de la ropa contra su piel desnuda, tan suave. Al incorporarse lleva una plancha negra en la mano con dos fotografías en la portada.

Y la aguja baja despacio, despacio, y el disco comienza a girar a treinta y tres revoluciones, y mi mano gira instintivamente la rueda del sonido hacia la derecha, y éste inunda el salón, viene de las paredes, de las paredes y del techo, del suelo y de mi alma, primero el polvo, el polvo y el ruido, y después el salón, el salón dorado con el patio de butacas de terciopelo rojo y las cortinas pesadas, pesadas, y el calor y los candelabros dorados. Y la actriz cae despacio, despacio, hacia el suelo que no es de madera sino de losa vacía, y la verdadera música la inunda, la inunda, la inunda. Fin del acto.

Y allí estoy yo, con el vinilo girando, mi alma dilatada, llorando, llorando.


Porque donde dos cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada...

martes, 15 de junio de 2010

Así suena la voz de un desterrado...

Cada mañana, al despertar con el primer rayo de sol que le caía sobre la cara (los ojos, la línea de los ojos; ¿habrán puesto la almohada a conciencia?), sentía junto a él el tacto de ella. Estiraba las piernas con cuidado, desencajándolas del hueco de sus rodillas, y las estiraba despacito acariciándole los pies con los suyos. La sábana, áspera por naturaleza, se volvía en su compañía de la suavidad más pura, desapareciendo casi al contacto con la piel. Con los ojos cerrados, sentía su respiración en el cuello y el vello del cuerpo entero se le erizaba, rítmico, constante, pequeño terremoto de emociones. Sus manos alrededor de su cintura, sin presionar, sin apretar; no con un seamos nuestros sino con el reposo suficiente para indicar "aquí estoy, para cuando me necesites; mientras tanto eres libre".

Mientras que el sueño iba abandonándolo, poco a poco, como con reparos a privarle de su compañía, él aspiraba el olor del cabello de ella. No olía a melocotón, ni a frutas ni a dulces; no olía a azúcar ni a té verde ni a flores silvestres. Olía a ella, a sexo y a sudor, a sus manos aferrándose a él; olía a piel caliente y a sentimiento humano. Quiero enredarme en ti, decía ese olor. Sí, olía su cabello y sentía sus manos, y estiraba las piernas poco a poco para acariciarle los pies descalzos. Ella estaba desnuda, sentía su cuerpo pegado a su espalda.

Y poco a poco el sueño se retiraba, atroz amante que abandona al que tanto lo necesita, para ser sustituído por los rayos de sol, la misma franja de luz que todos los días, verano o invierno, caía exactamente a la altura de sus ojos (¿cómo demonios lo harían?). Y él se negaba a abrir los ojos, se negaba a abrir los ojos hasta que sonaba la sirena obligándole a ello.

Porque sabía, al alejarse completamente del sueño y permitir la entrada de luz en sus pupilas, lo que encontraría: cuatro paredes de piedra y un suelo de baldosas negras. La puerta con rejas a su izquierda; el orinal a su derecha. Y él desnudo en el catre, sin sus manos ni su olor ni su pelo ni su pecho, sin su vida. Y con diez años de soledad por delante.


Y entonces lloramos, maldiciendo...