viernes, 30 de julio de 2010

Para no volver.


Ella conoce historias de hambre y de miedo, de noches en vela escondiendo la cabeza tras las piernas encogidas, de focos de luz que se cuelan entre las rendijas de las persianas mientras los mayores corren de un lado para otro metiendo cosas en maletas. En su cabeza hay retales de canciones que comprimen millones de palabras cuyo significado desconoce: la única que comprende realmente es "lucha", que es lo que hacen sus padres día a día; el contenido de otras, como "revolución" o "insumiso", a veces se le escapa.

Su madre dice que la Democracia no existe, aunque últimamente los carteles que inundan las calles hacen alarde se ese nombre en proporciones gigantescas. Su madre gira la cabeza y escupe al suelo cada vez que pasa por delante, y después la coge en brazos, a ella, la abraza muy fuerte, la monta sobre sus hombros y le señala el astro Sol, allá en lo alto. "Somos tan libres como él, amor, nunca lo olvides", murmura con una sonrisa cada vez más triste. Su madre es una mujer buena.

Su padre tiene la barba gris y una mochila a la espalda. Dice que por si acaso. Antes, cuando ella era pequeña y no entendía nada, solía traer amigos a casa, y entonces se sentaban todos alrededor de la mesita del salón y sacaban mapas y libros que intercambiaban entre ellos, leyendo frases en voz alta y señalando lugares con rotuladores negros. Ahora ya no viene nadie, solo por la noche, y nadie se queda más de un par de minutos, lo justo para dejar caer unas palabras apresuradas antes de dar media vuelta y desaparecer para siempre. En esos momentos su padre llora, y ella quiere creer que son lágrimas de felicidad por volver a ver a sus amigos.

Le gusta el Sol. Cada mañana, camino de los puestos de verduras, se detiene en algún lugar donde no haya mayores que la miren raro, y levanta la cabeza hacia arriba. Se pregunta si la Libertad cegará tanto como la luz del cielo. Porque ella no sabe exactamente qué es ser Libre, pero cada vez que su madre repite la palabra la suelta poquito a poco, como saboreándola, resistiéndose a dejarla escapar entre los labios.

Cuando sean Libres, piensa ella, caminará por la ciudad sin un muro que marque sus pasos. Comprará comida en un mercado de verdad y no harán falta papeles de colores para beber agua. Y su padre volverá a sonreír, y a escribir como lo hacía antes, y a leer delante de señores con sombrero que se descubran y aplaudan al finalizar.

Cuando sean Libres, piensa ella, volará con su madre hasta el Sol.

jueves, 15 de julio de 2010

Armar el corazón.


El edificio estaba allí, vacío, desde que ella tenía memoria. Cuando era pequeña pasaba a su lado con mayor frecuencia, de la mano de su abuela, camino de los hogares de familiares lejanos de los que rara vez lograba recordar el parentesco. Y mientras la mujer tiraba de su brazo, con premura, ella giraba la cabeza, diadema de tela coronando su corta melena, y clavaba los ojos en lo que le parecía un imán, un refugio en mitad del caos de la ciudad, un lugar donde sentirse segura frente al mundo, donde nadie podría jamás encontrarla, donde se respiraba una paz que invitaba a sentarse a pensar: el edificio de la juguetería, con colecciones de muñecas pasadas de moda hacía años asomando a los escaparates.

"¿Quién vive ahí, mamá?", y su madre, o su abuela, cualquiera de las dos, levantaban la cabeza hacia los pisos superiores antes de que sus respectivos esposos tuvieran tiempo siquiera para abrir la boca. "Nadie cariño, ahí no vive nadie", mascullaban aligerando el paso. Y tiraban de la niña, temerosas de que uno de los balcones descoloridos le cayera encima.

Después ella fue creciendo. Las inquietudes infantiles comenzaron a desdibujarse en su mente, atestada de fechas y datos (estudia, estudia), lecciones de moralidad ya caducas, imposiciones sociales y la presión de madurar; las visitas a difusos familiares se fueron espaciando en el tiempo y sus ojos solo se posaban en el edificio de la juguetería de reojo, desde la ventanilla de un coche en marcha, durante un instante tan diminuto que la nostalgia apenas sí llegaba a instalarse en ella. Creció, sí, con todo lo que se quiere que ello implique, y se desvinculó de sensaciones vacuas y humo de sueños. Ya no había paz; ya no había magia. Los paseos con su madre por el centro de la ciudad le fueron grabando en la mente una única y repetida frase: "es una pena, tanto edificio vacío se ve feo". Hasta que un día se dio cuenta, en una mirada de reojo, de que la juguetería había cerrado.

"Juguetes", rezaba un rótulo azul en la pared gastada, mortecina. Y ella miró a los dos lados con sigilo, vigilando que nadie se percatara de su existencia, antes de extender el brazo tímidamente para rozar las letras con la yema de los dedos. Juguetes. Caballitos de madera, peonzas, canicas, muñecas de trapo, camiones de bomberos. Sus ojos cerrados, acariciando la pared. "Es una pena, tanto edificio vacío". Las rejas de la juguetería cerradas, y más allá silencio, silencio desbordante que inundaba toda la casa, que hacía temblar las visagras de las ventanas y las vigas de las paredes, que envolvía con un aura especial a todo el edificio. Juguetes.

Y ella, ya cualquier cosa menos niña, se dio la vuelta rompiendo con todos los preceptos de madurez, con las normas tragadas sin reproches y con la falsa moralidad de lo establecido, en una promesa tácita, como las que tan solo una mirada hace falta para ofrecer a un buen amigo, de volver y salvarlo. Magia, aquella casa tenía magia. Y volveré, te lo juro, volveré a refugiarme en ti.

Vamos creando espacios,
abriendo puertas, tendiendo puentes,
cerrando bocas, sumando gente,
buscando grietas, haciendo frente
para la insurrección que ya se está fraguando en tu mente.

viernes, 9 de julio de 2010

Como si fuera la primera vez.

Cuando era pequeña, me gustaba decir que había nacido en Belén. Durante mucho tiempo me pregunté realmente cómo habrían hecho mis padres para traerme desde ese lugar con arena y palmeras que se veía en los esparates de las tiendas por navidades. Sí, yo había nacido en Belén, como el niño Jesús, afirmaba, y luego sonreía pensando que eso era algo tremendamente bonito y especial. No soy cristiana y solo ahora empiezo a tener conocimientos sobre cultura religiosa, pero mi abuela me inculcó que el niño Jesús era alguien lindo y dulce, una cosita sonrojada de mofletes incapaz de hacer mal a nadie. Y aún así, Belén es una palabra demasiado bonita, que suena bien al pronunciarse con la adecuada entonación, como arena, estertor, bucle, perífrasis, pelícano u orgasmo.

¿Dónde naciste? Me preguntaban, y yo respondía ligera: en Belén. Hasta que mi madre me aclaró que Belén se encontraba realmente en algún punto de Murcia, y que ya no nacían más niños allí. Desde entonces, siempre quise ir a Belén; comencé a sentir una enorme curiosidad acerca del lugar en donde me habían dado a luz. Pero era uno de esos deseos tan íntimos, tan profundos, que una acaba creyendo que el pronunciarlos en voz alta los hará desaparecer en forma de dedos extendidos que te señalan con sorna, acusándote de anhelos ridículos.

Con el tiempo, como todas las ilusiones que tenemos de niños, ésta fue desapareciendo. Maldita edad. Cuando en el colegio me preguntaban que dónde había nacido, yo soltaba un escueto "en Murcia" que me hacía diferenciarme del resto de chicos de mi pueblo. Más tarde, al llegar al instituto, el nombre de Belén ni se me pasaba por la cabeza al rellenar los múltiples formularios personales; la burocracia acaba matando todas las cosas bonitas.

Hace unos días di lo que se supone un paso más hacia mi inminente edad adulta (palabra fea donde las haya): me senté por vez primera ante el volante de un coche. Cierto que al lado mío otra persona presionaba un segundo embrague cuando yo descuidaba los pedales, pero la sensación de libertad estaba ahí, casi podía tocarse. A la derecha, a la izquierda, la segunda salida de la autopista, da la vuelta en la rotonda, aparca ahí, sal a la calle principal, en cuanto puedas a la derecha. Y yo obedecía, viendo la ciudad como si de otra se tratara, siguiendo los pasos que se me indicaban y que me llevarían a no sabía dónde.

Hasta que en una de esas maniobras (stop, retrovisor, vista al frente) llegamos a una zona en la que yo no había estado nunca. Las calles, de pronto, se tornaron de colores sepia y el mundo retrocedió dieciocho años. "Bien, volvemos, basta por hoy". Y de pronto un rótulo apareció ante mis ojos, encabezando la entrada a un edificio de ladrillo cascado coloreado por el humo de los coches: Clínica de Belén.

Y todo vino a mí, remolino (remolino, otra palabra que suena bien) de recuerdos sepultados, se ojos ilusionados al decir "sí, yo he nacido en Belén", de ese algo que tienen los niños y que no deberíamos jamás desterrar. ¿Sabéis? Creo que he vuelto a nacer. En el mismo lugar que hace dieciocho años.