viernes, 6 de septiembre de 2013

Golpea el piano.

A un lado la Reforma (Ley Juárez), a otro los Chicago Boys y yo concentrada en Carranza. Ciudad Universitaria a mi alrededor tan calmada que ella parece un espejismo, un reflejo en la marquesina que se sienta, pantalones fucsia-camisa vaquera, y busca en el bolso un cigarro. Tendrá mi edad, seguramente, pero es esta una edad en la que todavía me cuesta reconocerme. Una edad sin números, de fruncir el ceño como ella hace (su mirada) y apartarse el flequillo así como si de un gesto trascendental se tratase, de tan poca importancia.

La de veces que me habrás dicho que yo no escribo si soy feliz (¿sabes?: hace meses que no escribo), pero el caso es que la mujer se ha sentado a mi lado y a mí la vida se me ha caído encima. Porque ella tenía la edad de darse cuenta y de hacerse sola, de dejar de imitar y comenzar a ser. Tenía la edad de las preocupaciones que llegan y de las resistencias que quedan, del soy-esta-persona, del auto-reconocerse. Tenía la edad, qué sé yo, que me devuelve el espejo cada vez que lo miro, el mismo entornar los ojos y arrugar las cejas que yo en las reuniones.

Será la falda larga que llevaba hoy, o que cada vez es más cierto que me hago mayor. O que hay días que cualquier golpe de viento amenaza con abrirte los poros del quererlo todo y no poder más, que basta que te roce el aire para romper a llorar. Será todo junto más este ser consciente de que las vidas no se construyen en abstracto sino en concreto y que yo, la mía, quiero construirla contigo. Con mis ojeras, con mis pilas de libros, mis ventanas abiertas y contigo. Con este no-rendirse diario, con el empeñarse a seguir viviendo, con el respirar pese a todo y contigo. Con todas las mañanas y todas las noches que me quedan por delante.

Y, fíjate, también cuando soy feliz hay momentos que necesito escribir.