jueves, 27 de enero de 2011

Que se me encoje el alma.

Hace frío, mucho frío. Enfrente del Hospital Universitario, una enorme columna de piedra reza el nombre de la calle. Alguien ha tratado de modificar toscamente el águila imperial que encuadra el gran escudo de bronce que corona la columna por el cisne propio de la Universidad Complutense. Si uno fija la vista, todavía se puede leer el "Una, Grande y Libre".

lunes, 24 de enero de 2011

Disculpad mi osadía.



Cansancio extremo alternado con optimismo y buen humor desbordante. Proyectos, muchos proyectos. Y trocitos de canciones que se desgranan a voz en grito por mi garganta. Ahora estoy, ahora no. Y Madrid ahí fuera, esperando a que pase este jodido mes con todos sus exámenes. Un pasito, otro más. Se hace camino al andar.

miércoles, 19 de enero de 2011

Despropósito emocional.

Hora punta y calor, mucho calor. El clima de las grandes ciudades está diseñado por algún ser superior (los vendedores de aire acondicionado, supongo) para provocar graves desajustes en la salud de uno: cuando fuera hace frío, dentro hace calor, mucho calor. Y viceversa.

Haciendo equilibrios con los libros que llevo en la mano, busco un vagón en el que pueda estar de pie sin necesidad de chocarme con nadie. La música que sale de los auriculares me hace ver el mundo con ojos distintos; siempre pasa lo mismo, sé que cuando cambie la canción lo hará también mi percepción. Tengo calor, mucho calor. No me quedan manos para quitarme el abrigo: si suelto la izquierda se caen los libros, si libero la derecha me caigo yo. Curiosa, la analogía.

Observo las miradas vacías del resto de viajeros mientras mi cabeza trata de aislarse de relatos de niños soldado. Trato de fundirme en la música, pero las jodidas imágenes de Sierra Leona truncan mi capacidad de concentración. Tengo que dejar de involucrarme tanto con los trabajos de investigación.

Frente a mí, en el suelo del pasillo entre las dos filas de asientos, juegan dos niños pequeños. Los hermanos, bajo la mirada protectora de su madre, lanzan risotadas agudas que consiguen traspasar el sonido de los auriculares. Ella es algo mayor, calculo que tendrá unos seis años como mucho. Con una sonrisa perenne en los labios, enarbola su oso de peluche (marrón, con un lazo rojo al cuello) y alarga ambos brazos para mostrárselo a su hermano. Él sonríe y se dispone a participar en el juego.

Un escalofrío me recorre el cuerpo. El metro se detiene: mi parada. Dudo, no sé qué hacer. Me doy la vuelta titubeando, con un nudo en el estómago, creo que me he puesto pálida: "Señora, me dan miedo sus hijos".

Y me bajo corriendo, pila de libros a rastras, sintiendo cómo me entran ganas de vomitar y dejando trás un tren que ya se marcha, con un vagón mirándome estupefacto desde la distancia, una mujer que no entiende nada, y un niño de cuatro años apuntando con una enorme AK-47 de juguete al peluche de su hermana.

viernes, 7 de enero de 2011

Recogeré flores en tu vientre.

Y ella giraba, giraba, giraba, henchida de felicidad como si ya nada más importara en el mundo. Como si hubiera encontrado la bocanada de aire que otros podemos pasarnos la vida entera buscando. Como si el frío de la calle no existiera, ni el calor de los edificios, ni los peatones que la miraban asombrados, ni las lágrimas ni las sonrisas, ni nada, realmente; como si nada ni nadie existiera.

Solo ella. Y él. Y la sensación de que esa divina juventud pasaría pronto, pronto, pronto, y de que era imposible intentar atraparla con las manos porque se escaparía entre los dedos del modo en que lo haría un simple puñado de arena.

Y ella giraba, giraba, giraba.