jueves, 30 de diciembre de 2010

La excusa más cobarde.

Acabo 2010 agarradita a las lágrimas, con la esperanza puesta en que mañana por la noche, a las 00.00, la vida haga un doblez en mi alma y el dolor se pliege. Adiós, adiós.

Atrás se queda el año de los sueños cumplidos y de las desilusiones grandes, enormes. Y si me piden que lo resuma, que nadie lo ha hecho, claro, diré que 2010 no se ha preocupado por cómo me siento yo, no, solo enero y la noche del 19 de febrero, y una semana (una solo) de agosto (en la que el frío se volvió calor y de pronto ya no estaba sola), y por último Madrid. Madrid con los abrazos de Alba, y los de Ángel, y los de David. Madrid con noches ruidosas y noches calladas.

2010 me ha hecho creer, sí, que era realmente importante para alguien ahí fuera, y más tarde, sí, que no importaba una mierda. Me dejó sola, a la deriva, de cara a un mundo que no era el mío y que no lo fue nunca. Quizá en determinadas ocasiones, 2010 me ayudó a engañarme para poder levantarme del suelo.

Me he esforzado más que nunca en este decadente 2010. Y me he dejado hasta puntos insospechados, también. Me he tanteado por dentro, me he palpado, me he dañado, y me he puesto vendas después por causas múltiples: lesiones externas y las mías propias.

Y ahora que va a morir, 2010 se vuelve amable a la vejez y me hace dos regalos: el Madrid añorado, con su lluvia y sus calles, sus rincones, sus librerías de segunda mano y sus conciertos a medianoche, sus terrazas teñidas de acordes de guitarra, sus risas, sus llantos, sus violinistas en el metro, sus ahnelos y sus ansias, sus luchas desbocadas, su juventud añeja, como el vino viejo, y esa prisa por vivir que te da la inexperiencia; y la verdad sobre la mentira, que ya era hora, por mucho que duela.

Quedan 24 horas para un 2011 que, me temo, no va a devolver al mundo su locura robada por sistemas económicos y medios de control, pero que quizá se nos muestre amable y el 1 de enero, en vez de llorar, nos dirija una sonrisa y nos de un abrazo.

Adiós 2010. Adiós, adiós.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Y mil vidas malgastadas por cada mandamiento.

Cuando fue a desayunar se encontró, junto al estante de las galletas y el armario con la vajilla, un triple asesinato por ahogamiento en la pila de la cocina. A una de las víctimas le habían arrancado el ojo izquierdo de un mordisco, y una segunda presentaba un descosido en la pata. El tercer afectado, el perro verde de su hermano, parecía intacto.

Con un tazón en las manos y dejando atrás los peluches sumerjidos en agua y jabón, se sienta pensando si tal vez es aquello el primer adelanto de lo que iban a significar esas navidades. Niega con la cabeza. Al fin y al cabo, las fiestas de fin de año siempre han significado lo mismo: vestirse demasiado bien, comer demasiado, gastar demasiado y sonreir demasiado. Mira el reloj. Falta apenas media hora para que familiares cuyo nombre y filiación exacta desconoce, comiencen a llegar a casa.

Pero qué dispares pueden ser personas aparentemente paralelas. Porque cuando el primer coche llegue y de él se bajen cuatro cuerpos en orden excesivamente convencional (padre, madre, hijo, hija) para desperdigarse después, dos mundos entrarán en conflicto. Y Él dirá mierda, me cagüen la puta que me he dejado el tabaco, y dará una patada contra la maltratada puerta del conductor. Y Ella mirará a lo alto y con voz cascada arguirá que te calles, joder, mientras se recoge el chal sobre los hombros desnudos y se mira de refilón en un espejo de mano, rímel dos por uno y base tres por dos. Y él escupirá al suelo, ya está el papá otra vez, y llamará puta a su hermana mientras ella, ella intenta cubrir sus muslos con el minúsculo retal de tela que lleva por falda, haciendo equilibrios para no caer al vacío desde veinticinco centímetros de altura.

Dentro, Él no estará, fue a comprar el pan, y Ella terminará de vestirse en el cuarto, nerviosa, a la espera de que todo salga bien. En su habitación, él repasará la lista de regalos y practicará artimañas para aumentar el aguinaldo, que ya se sabe, por dinero cualquier cosa. Y sentada en un sillón, ella leerá ensayos políticos (anarquismo, Sahara, trabajar menos para vivir mejor) mientras piensa, quizá, que puta vida, ésta que nos obliga a ser amables en determinadas fechas (hipócrita caridad) pero nos permite seguir matándonos el resto del año.

martes, 21 de diciembre de 2010

Que hablo de vivir.

Llueve. Hay una niña asomada a la ventana. Estampa la nariz contra el cristal y deja que poco a poco se le vayan congelando las yemas de los dedos. Desde fuera se nos haría imposible distinguir más que eso: un círculo de vaho dispuesto alrededor de una nariz pequeña y pecosa con una mano a cada lado. Quizá nos haría gracia, qué sé yo, pero probablemente pasaríamos de largo.

Llueve y la lluvia lo limpia todo. El cielo gris de Madrid, los árboles en hilera de Ciudad Universitaria, los caminos que llevan a cada facultad, los patios de los colegios mayores, el Parque del Retiro, los señores de traje, las prisas en el metro, los bancos de Recoletos, los abrazos en Atocha, el miedo de los hospitales.

Llueve. En algún punto de Malasaña, una muchacha descubre la vida. Dentro de la habitación hay velas apagadas, y el ambiente huele a canela y fuera se oye el agua caer. Y él está a su lado. Hay telas de colores colgadas del techo cuando abre los ojos. Pareciera que el olor lo envuelve todo. Y con una sonrisa y una caricia, recuerda que el orgasmo fue largo, largo, largo.

Llueve sobre cabezas sin paraguas: la de aquel chico que decidió dejar de esconderse del mundo; la del exmarido, extendero y examigo que ahora duerme en Lavapiés tapándose las piernas con con una manta mojada. Con él, tres compañeros fieles de cabello enredado y patas rollizas, mirada despierta y ladrido suave. Que no se diga que no tienen alma, por favor.

Llueve. Cerca de Sol, las señoras se abrochan los abrigos de visón mientras practican muecas de indiferencia frente a escaparates ya ajados. Dentro, restos lejanos de otros tiempos doblan corbatas de seda, apilan bombones rellenos, estiran el ala de sombreros, cortan trajes a medida, ordenan cientos de botones, acarician el lomo de libros. Tienen arrugas en la cara y cobre en los portales. Tradición en el alma.

Llueve aquí dentro y ahí fuera, en ese Madrid al que tantos le han cantado y del que cada vez, cada vez, cada vez me es más imposible despegarme.


domingo, 12 de diciembre de 2010

Lagrimal de periferia.

Para ir a casa de mis abuelos hay que coger un desvío en la autovía del Mediterráneo, seguir durante unos seis kilómetros, y bajar a la ciudad por la primera salida para Murcia. La cola de coches suele ser larga, a dos carriles, y siempre da tiempo de mirar por la ventanilla para mirar el paisaje: a la derecha el río, algún que otro ciclista por el paseo, las decoradas ruínas de lo que fue una más de esas fábricas inútiles; a la izquierda un redondel de césped, o de algo que pretende serlo, botellas vacías y bancos pintarrajeados.

Al girar en la rotonda te incorporas a una carretera que previamente ha recorrido el corazón, si es que lo tienen, de todos los pueblos cercanos, y que ahora se dirige a la Plaza de Toros. A terminar de rematarlo, supongo, pobre corazón. Y justo ahí, en el vértice de los corazones con las litronas perdidas y el maremágnum de automóviles, se encuentra el edificio más curioso que, a mis seis años, yo podía imaginar.

Cuando somos niños poseemos una capacidad de observación que se lleva, a veces, hasta límites insospechados. Conforme crecemos, tendemos a ir descuidando los detalles más importantes de la vida, desaprendemos a observar. El edificio era redondo, casi un cilindro perfecto, y tenía en su cara más visible un portón enorme que siempre estaba cerrado. Las escaleras que llevaban hasta él siempre estuvieron, en mi memoria, atestadas de gente. Pero nadie entraba por él.

La primera planta carecía de ventanas, y las que aparecían en los superiores eran pequeñas y cuadradas, impolutamente cerradas. Las dos columnas blancas que anunciaban el portón nunca fueron realmente blancas. Y la gente, siempre la misma y presente sin tregua, daba vueltas y vueltas, inmóvil, al cilíndrico edificio, esperando su turno para llegar a, suponía yo, una entrada lateral que desde la ventanilla del coche de mis padres no pudiera verse.

Nunca supe qué era ese edificio. Nunca pregunté si la gente que lo rodeaba hacía turnos para algo o simplemente se habían acostumbrado a vivir allí, de pie, esperando nada. Quizá porque intuía que hay misterios demasiado bonitos como para arriesgarse a que estallen en mil pedazos una vez desvelada la respuesta.

Hace un tiempo volví a pasar por allí. Que no se me malentienda, es casi un camino diario, pero hace poco que estoy tratando de recuperar la capacidad de observación, y a una todavía se le escapan ciertas cosas. El caso es que las columnas seguían sucias, y el portón estaba cerrado, y la misma gente que hace diez años se apelotonaba ordenadamente alrededor de la circunferencia de ladrillo.

Y en la pared, a la altura a la que deberían encontrarse las ventanas que abren los hogares al mundo, alguien había escrito dos mensajes. "¿Burocracia o Apartheid?", decía el primero.

Y sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo al leer la segunda de las frases estampadas sobre la Oficina de Extranjería: ¿De quién es el Mundo?




Il y avait un jardin qu'on appelait la terre...

lunes, 6 de diciembre de 2010

Que a mí, de versos, no me tienes que decir nada.



Que conozco su voz en formato susurro
y en formato gemido
y en formato secreto.


(Y aún hoy, hay días que me da por llorar si me acuerdo de ti).