jueves, 30 de diciembre de 2010

La excusa más cobarde.

Acabo 2010 agarradita a las lágrimas, con la esperanza puesta en que mañana por la noche, a las 00.00, la vida haga un doblez en mi alma y el dolor se pliege. Adiós, adiós.

Atrás se queda el año de los sueños cumplidos y de las desilusiones grandes, enormes. Y si me piden que lo resuma, que nadie lo ha hecho, claro, diré que 2010 no se ha preocupado por cómo me siento yo, no, solo enero y la noche del 19 de febrero, y una semana (una solo) de agosto (en la que el frío se volvió calor y de pronto ya no estaba sola), y por último Madrid. Madrid con los abrazos de Alba, y los de Ángel, y los de David. Madrid con noches ruidosas y noches calladas.

2010 me ha hecho creer, sí, que era realmente importante para alguien ahí fuera, y más tarde, sí, que no importaba una mierda. Me dejó sola, a la deriva, de cara a un mundo que no era el mío y que no lo fue nunca. Quizá en determinadas ocasiones, 2010 me ayudó a engañarme para poder levantarme del suelo.

Me he esforzado más que nunca en este decadente 2010. Y me he dejado hasta puntos insospechados, también. Me he tanteado por dentro, me he palpado, me he dañado, y me he puesto vendas después por causas múltiples: lesiones externas y las mías propias.

Y ahora que va a morir, 2010 se vuelve amable a la vejez y me hace dos regalos: el Madrid añorado, con su lluvia y sus calles, sus rincones, sus librerías de segunda mano y sus conciertos a medianoche, sus terrazas teñidas de acordes de guitarra, sus risas, sus llantos, sus violinistas en el metro, sus ahnelos y sus ansias, sus luchas desbocadas, su juventud añeja, como el vino viejo, y esa prisa por vivir que te da la inexperiencia; y la verdad sobre la mentira, que ya era hora, por mucho que duela.

Quedan 24 horas para un 2011 que, me temo, no va a devolver al mundo su locura robada por sistemas económicos y medios de control, pero que quizá se nos muestre amable y el 1 de enero, en vez de llorar, nos dirija una sonrisa y nos de un abrazo.

Adiós 2010. Adiós, adiós.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Y mil vidas malgastadas por cada mandamiento.

Cuando fue a desayunar se encontró, junto al estante de las galletas y el armario con la vajilla, un triple asesinato por ahogamiento en la pila de la cocina. A una de las víctimas le habían arrancado el ojo izquierdo de un mordisco, y una segunda presentaba un descosido en la pata. El tercer afectado, el perro verde de su hermano, parecía intacto.

Con un tazón en las manos y dejando atrás los peluches sumerjidos en agua y jabón, se sienta pensando si tal vez es aquello el primer adelanto de lo que iban a significar esas navidades. Niega con la cabeza. Al fin y al cabo, las fiestas de fin de año siempre han significado lo mismo: vestirse demasiado bien, comer demasiado, gastar demasiado y sonreir demasiado. Mira el reloj. Falta apenas media hora para que familiares cuyo nombre y filiación exacta desconoce, comiencen a llegar a casa.

Pero qué dispares pueden ser personas aparentemente paralelas. Porque cuando el primer coche llegue y de él se bajen cuatro cuerpos en orden excesivamente convencional (padre, madre, hijo, hija) para desperdigarse después, dos mundos entrarán en conflicto. Y Él dirá mierda, me cagüen la puta que me he dejado el tabaco, y dará una patada contra la maltratada puerta del conductor. Y Ella mirará a lo alto y con voz cascada arguirá que te calles, joder, mientras se recoge el chal sobre los hombros desnudos y se mira de refilón en un espejo de mano, rímel dos por uno y base tres por dos. Y él escupirá al suelo, ya está el papá otra vez, y llamará puta a su hermana mientras ella, ella intenta cubrir sus muslos con el minúsculo retal de tela que lleva por falda, haciendo equilibrios para no caer al vacío desde veinticinco centímetros de altura.

Dentro, Él no estará, fue a comprar el pan, y Ella terminará de vestirse en el cuarto, nerviosa, a la espera de que todo salga bien. En su habitación, él repasará la lista de regalos y practicará artimañas para aumentar el aguinaldo, que ya se sabe, por dinero cualquier cosa. Y sentada en un sillón, ella leerá ensayos políticos (anarquismo, Sahara, trabajar menos para vivir mejor) mientras piensa, quizá, que puta vida, ésta que nos obliga a ser amables en determinadas fechas (hipócrita caridad) pero nos permite seguir matándonos el resto del año.

martes, 21 de diciembre de 2010

Que hablo de vivir.

Llueve. Hay una niña asomada a la ventana. Estampa la nariz contra el cristal y deja que poco a poco se le vayan congelando las yemas de los dedos. Desde fuera se nos haría imposible distinguir más que eso: un círculo de vaho dispuesto alrededor de una nariz pequeña y pecosa con una mano a cada lado. Quizá nos haría gracia, qué sé yo, pero probablemente pasaríamos de largo.

Llueve y la lluvia lo limpia todo. El cielo gris de Madrid, los árboles en hilera de Ciudad Universitaria, los caminos que llevan a cada facultad, los patios de los colegios mayores, el Parque del Retiro, los señores de traje, las prisas en el metro, los bancos de Recoletos, los abrazos en Atocha, el miedo de los hospitales.

Llueve. En algún punto de Malasaña, una muchacha descubre la vida. Dentro de la habitación hay velas apagadas, y el ambiente huele a canela y fuera se oye el agua caer. Y él está a su lado. Hay telas de colores colgadas del techo cuando abre los ojos. Pareciera que el olor lo envuelve todo. Y con una sonrisa y una caricia, recuerda que el orgasmo fue largo, largo, largo.

Llueve sobre cabezas sin paraguas: la de aquel chico que decidió dejar de esconderse del mundo; la del exmarido, extendero y examigo que ahora duerme en Lavapiés tapándose las piernas con con una manta mojada. Con él, tres compañeros fieles de cabello enredado y patas rollizas, mirada despierta y ladrido suave. Que no se diga que no tienen alma, por favor.

Llueve. Cerca de Sol, las señoras se abrochan los abrigos de visón mientras practican muecas de indiferencia frente a escaparates ya ajados. Dentro, restos lejanos de otros tiempos doblan corbatas de seda, apilan bombones rellenos, estiran el ala de sombreros, cortan trajes a medida, ordenan cientos de botones, acarician el lomo de libros. Tienen arrugas en la cara y cobre en los portales. Tradición en el alma.

Llueve aquí dentro y ahí fuera, en ese Madrid al que tantos le han cantado y del que cada vez, cada vez, cada vez me es más imposible despegarme.


domingo, 12 de diciembre de 2010

Lagrimal de periferia.

Para ir a casa de mis abuelos hay que coger un desvío en la autovía del Mediterráneo, seguir durante unos seis kilómetros, y bajar a la ciudad por la primera salida para Murcia. La cola de coches suele ser larga, a dos carriles, y siempre da tiempo de mirar por la ventanilla para mirar el paisaje: a la derecha el río, algún que otro ciclista por el paseo, las decoradas ruínas de lo que fue una más de esas fábricas inútiles; a la izquierda un redondel de césped, o de algo que pretende serlo, botellas vacías y bancos pintarrajeados.

Al girar en la rotonda te incorporas a una carretera que previamente ha recorrido el corazón, si es que lo tienen, de todos los pueblos cercanos, y que ahora se dirige a la Plaza de Toros. A terminar de rematarlo, supongo, pobre corazón. Y justo ahí, en el vértice de los corazones con las litronas perdidas y el maremágnum de automóviles, se encuentra el edificio más curioso que, a mis seis años, yo podía imaginar.

Cuando somos niños poseemos una capacidad de observación que se lleva, a veces, hasta límites insospechados. Conforme crecemos, tendemos a ir descuidando los detalles más importantes de la vida, desaprendemos a observar. El edificio era redondo, casi un cilindro perfecto, y tenía en su cara más visible un portón enorme que siempre estaba cerrado. Las escaleras que llevaban hasta él siempre estuvieron, en mi memoria, atestadas de gente. Pero nadie entraba por él.

La primera planta carecía de ventanas, y las que aparecían en los superiores eran pequeñas y cuadradas, impolutamente cerradas. Las dos columnas blancas que anunciaban el portón nunca fueron realmente blancas. Y la gente, siempre la misma y presente sin tregua, daba vueltas y vueltas, inmóvil, al cilíndrico edificio, esperando su turno para llegar a, suponía yo, una entrada lateral que desde la ventanilla del coche de mis padres no pudiera verse.

Nunca supe qué era ese edificio. Nunca pregunté si la gente que lo rodeaba hacía turnos para algo o simplemente se habían acostumbrado a vivir allí, de pie, esperando nada. Quizá porque intuía que hay misterios demasiado bonitos como para arriesgarse a que estallen en mil pedazos una vez desvelada la respuesta.

Hace un tiempo volví a pasar por allí. Que no se me malentienda, es casi un camino diario, pero hace poco que estoy tratando de recuperar la capacidad de observación, y a una todavía se le escapan ciertas cosas. El caso es que las columnas seguían sucias, y el portón estaba cerrado, y la misma gente que hace diez años se apelotonaba ordenadamente alrededor de la circunferencia de ladrillo.

Y en la pared, a la altura a la que deberían encontrarse las ventanas que abren los hogares al mundo, alguien había escrito dos mensajes. "¿Burocracia o Apartheid?", decía el primero.

Y sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo al leer la segunda de las frases estampadas sobre la Oficina de Extranjería: ¿De quién es el Mundo?




Il y avait un jardin qu'on appelait la terre...

lunes, 6 de diciembre de 2010

Que a mí, de versos, no me tienes que decir nada.



Que conozco su voz en formato susurro
y en formato gemido
y en formato secreto.


(Y aún hoy, hay días que me da por llorar si me acuerdo de ti).

lunes, 22 de noviembre de 2010

Me cuelgo de las estrellas.

De cómo las pasiones ésas absurdas, ese desnudarse el uno al otro con la mirada, ese querer morirse de golpe, ese cortársete la respiración mientras hundes la cabeza en un hombro ajeno, ese amar el aire libre mientras amas, sin más; ese reír cargado de histeria por las manos que te arañan... de cómo las urgencias, el colapso, las presiones... De cómo los desenfoques existen, y que se te vaya la cabeza de vez en cuando merece mucho la pena.


lunes, 11 de octubre de 2010

Hasta que el Sol se ponga.


A ella le gustaban las faldas de pliegues: faldas de tablillas, con costuras, de cuadros o de líneas verticales. Pero de pliegues. Le gustaba que se movieran al bailar, al agacharse, al juntar y separar las rodillas; que ondearan al dar una vuelta, y dos y tres, y todas las que hicieran falta, de la mano de él y de su sonrisa, zapatos contra el suelo y contra el aire, cabello suelto más allá de la diadema, talle alto y falda corta.

Le gustaba depositar los talones en el suelo apenas un segundo para después salir volando, hombros a la derecha, hombros a la izquierda, cabeza entera en el sentido contrario, rodillas encogidas, encogidas y en movimiento, siempre en movimiento, c'est la vie, ráfagas de viento. Y la falda volaba y volaba, siempre volaba, y ella pie alante y pie atrás, que se le iba el alma por la boca, que se moría por todos los poros, que se sentía más viva de lo que se había sentido nunca cada vez que veía su sonrisa.

Cuerpo entero hacia atrás, y el pianista, más que teclas, golpeaba cada una de sus vértebras. Le gustaban los pliegues, sí: de la falda, de la piel, de las comisuras de la boca, de la ropa en movimiento. Pero sobre todo del aire, los pliegues del aire a su paso, palmas abiertas, brazos encogidos como las rodillas (plegados), dedos estirados, una alante, otra atrás, una alante, otra atrás, imposible estarse quieta y no girar, girar, girar.

Y al final de la noche abría los ojos, sudorosa y extenuada, para contemplar la sonrisa de él ahí, mirándola, de él que había estado tocando solo para ella. Y rompía a reír. Reía de felicidad.

http://www.youtube.com/watch?v=eWNykOk2ckE&feature=fvst

lunes, 6 de septiembre de 2010

Nostalgia de ti.

Cerrar los ojos, empleando en ello la poca fuerza que me queda. Me dice que estoy temblando; solo entonces lo percibo. Me gustaría poder concentrarme, pero mi piel me lo impide. No tengo consciencia de haber sentido tan nítidamente mi piel en ningún momento anterior... la sangre se estrella contra ella, como olas ante un acantilado en días de tormenta. Cada milímetro de mi cuerpo está cubierto de piel, parece estúpido, ¿no? Y cada poro (cada estigma) no expulsa mi sudor sino que absorbe el suyo.

No existe el interior ni el exterior: el espacio desapareció hace tiempo. Ahora tan solo respiro, me esfuerzo en respirar porque sé que si no voy a acabar por olvidarme, voy a acabar por matarme yo solita, sin ayuda, voy a desecarme los pulmones, a perforarme la laringe, a exprimirme las pocas ideas que me quedan. Podría separar la realidad (si es que existe) en frangmentos inconexos, manchas de colores, una mano en su espalda, que el mundo se rompe por dentro, el alma contorsionada, sus ojos de nuevo, fotografías en la pared, hombro, hombre, piel (siempre piel), la risa desesperada, mano que aprieta mi brazo, silueta, la cortina tricolor, espasmo, no woman no cry, sus susurros en mi oído, tiene una sonrisa preciosa.

Cuando salga el sol, yo ya no estaré allí. Pero ahora es de noche, aquí entre esta cuatro paredes y fuera en Granada, si es que el mundo no ha desaparecido todavía y la Alhambra sigue ahí, esperando la nada, viendo pasar la vida, que nunca pasa y siempre llega, bajo la luz de la luna que hoy filtran las nubes. De momento llueve, llueve en mis ojos y en mi estómago, y todo se nubla y nada responde, y yo, yo, yo ya no respondo de mí misma.

Tengo los brazos en tensión, rodeándome las piernas. Suspiro y los dejo caer; giro la cabeza; Felicidad (me vuelves loca). Las pulsaciones amenazan con agujerearme el cerebro, el vientre, las plantas de los pies. Deliciosa muerte lenta. Sonrío, me dejo caer en su cama, tiene una sonrisa preciosa. "Pareces emporrada", me dice, pero ay, si tú supieras de drogas...

viernes, 30 de julio de 2010

Para no volver.


Ella conoce historias de hambre y de miedo, de noches en vela escondiendo la cabeza tras las piernas encogidas, de focos de luz que se cuelan entre las rendijas de las persianas mientras los mayores corren de un lado para otro metiendo cosas en maletas. En su cabeza hay retales de canciones que comprimen millones de palabras cuyo significado desconoce: la única que comprende realmente es "lucha", que es lo que hacen sus padres día a día; el contenido de otras, como "revolución" o "insumiso", a veces se le escapa.

Su madre dice que la Democracia no existe, aunque últimamente los carteles que inundan las calles hacen alarde se ese nombre en proporciones gigantescas. Su madre gira la cabeza y escupe al suelo cada vez que pasa por delante, y después la coge en brazos, a ella, la abraza muy fuerte, la monta sobre sus hombros y le señala el astro Sol, allá en lo alto. "Somos tan libres como él, amor, nunca lo olvides", murmura con una sonrisa cada vez más triste. Su madre es una mujer buena.

Su padre tiene la barba gris y una mochila a la espalda. Dice que por si acaso. Antes, cuando ella era pequeña y no entendía nada, solía traer amigos a casa, y entonces se sentaban todos alrededor de la mesita del salón y sacaban mapas y libros que intercambiaban entre ellos, leyendo frases en voz alta y señalando lugares con rotuladores negros. Ahora ya no viene nadie, solo por la noche, y nadie se queda más de un par de minutos, lo justo para dejar caer unas palabras apresuradas antes de dar media vuelta y desaparecer para siempre. En esos momentos su padre llora, y ella quiere creer que son lágrimas de felicidad por volver a ver a sus amigos.

Le gusta el Sol. Cada mañana, camino de los puestos de verduras, se detiene en algún lugar donde no haya mayores que la miren raro, y levanta la cabeza hacia arriba. Se pregunta si la Libertad cegará tanto como la luz del cielo. Porque ella no sabe exactamente qué es ser Libre, pero cada vez que su madre repite la palabra la suelta poquito a poco, como saboreándola, resistiéndose a dejarla escapar entre los labios.

Cuando sean Libres, piensa ella, caminará por la ciudad sin un muro que marque sus pasos. Comprará comida en un mercado de verdad y no harán falta papeles de colores para beber agua. Y su padre volverá a sonreír, y a escribir como lo hacía antes, y a leer delante de señores con sombrero que se descubran y aplaudan al finalizar.

Cuando sean Libres, piensa ella, volará con su madre hasta el Sol.

jueves, 15 de julio de 2010

Armar el corazón.


El edificio estaba allí, vacío, desde que ella tenía memoria. Cuando era pequeña pasaba a su lado con mayor frecuencia, de la mano de su abuela, camino de los hogares de familiares lejanos de los que rara vez lograba recordar el parentesco. Y mientras la mujer tiraba de su brazo, con premura, ella giraba la cabeza, diadema de tela coronando su corta melena, y clavaba los ojos en lo que le parecía un imán, un refugio en mitad del caos de la ciudad, un lugar donde sentirse segura frente al mundo, donde nadie podría jamás encontrarla, donde se respiraba una paz que invitaba a sentarse a pensar: el edificio de la juguetería, con colecciones de muñecas pasadas de moda hacía años asomando a los escaparates.

"¿Quién vive ahí, mamá?", y su madre, o su abuela, cualquiera de las dos, levantaban la cabeza hacia los pisos superiores antes de que sus respectivos esposos tuvieran tiempo siquiera para abrir la boca. "Nadie cariño, ahí no vive nadie", mascullaban aligerando el paso. Y tiraban de la niña, temerosas de que uno de los balcones descoloridos le cayera encima.

Después ella fue creciendo. Las inquietudes infantiles comenzaron a desdibujarse en su mente, atestada de fechas y datos (estudia, estudia), lecciones de moralidad ya caducas, imposiciones sociales y la presión de madurar; las visitas a difusos familiares se fueron espaciando en el tiempo y sus ojos solo se posaban en el edificio de la juguetería de reojo, desde la ventanilla de un coche en marcha, durante un instante tan diminuto que la nostalgia apenas sí llegaba a instalarse en ella. Creció, sí, con todo lo que se quiere que ello implique, y se desvinculó de sensaciones vacuas y humo de sueños. Ya no había paz; ya no había magia. Los paseos con su madre por el centro de la ciudad le fueron grabando en la mente una única y repetida frase: "es una pena, tanto edificio vacío se ve feo". Hasta que un día se dio cuenta, en una mirada de reojo, de que la juguetería había cerrado.

"Juguetes", rezaba un rótulo azul en la pared gastada, mortecina. Y ella miró a los dos lados con sigilo, vigilando que nadie se percatara de su existencia, antes de extender el brazo tímidamente para rozar las letras con la yema de los dedos. Juguetes. Caballitos de madera, peonzas, canicas, muñecas de trapo, camiones de bomberos. Sus ojos cerrados, acariciando la pared. "Es una pena, tanto edificio vacío". Las rejas de la juguetería cerradas, y más allá silencio, silencio desbordante que inundaba toda la casa, que hacía temblar las visagras de las ventanas y las vigas de las paredes, que envolvía con un aura especial a todo el edificio. Juguetes.

Y ella, ya cualquier cosa menos niña, se dio la vuelta rompiendo con todos los preceptos de madurez, con las normas tragadas sin reproches y con la falsa moralidad de lo establecido, en una promesa tácita, como las que tan solo una mirada hace falta para ofrecer a un buen amigo, de volver y salvarlo. Magia, aquella casa tenía magia. Y volveré, te lo juro, volveré a refugiarme en ti.

Vamos creando espacios,
abriendo puertas, tendiendo puentes,
cerrando bocas, sumando gente,
buscando grietas, haciendo frente
para la insurrección que ya se está fraguando en tu mente.

viernes, 9 de julio de 2010

Como si fuera la primera vez.

Cuando era pequeña, me gustaba decir que había nacido en Belén. Durante mucho tiempo me pregunté realmente cómo habrían hecho mis padres para traerme desde ese lugar con arena y palmeras que se veía en los esparates de las tiendas por navidades. Sí, yo había nacido en Belén, como el niño Jesús, afirmaba, y luego sonreía pensando que eso era algo tremendamente bonito y especial. No soy cristiana y solo ahora empiezo a tener conocimientos sobre cultura religiosa, pero mi abuela me inculcó que el niño Jesús era alguien lindo y dulce, una cosita sonrojada de mofletes incapaz de hacer mal a nadie. Y aún así, Belén es una palabra demasiado bonita, que suena bien al pronunciarse con la adecuada entonación, como arena, estertor, bucle, perífrasis, pelícano u orgasmo.

¿Dónde naciste? Me preguntaban, y yo respondía ligera: en Belén. Hasta que mi madre me aclaró que Belén se encontraba realmente en algún punto de Murcia, y que ya no nacían más niños allí. Desde entonces, siempre quise ir a Belén; comencé a sentir una enorme curiosidad acerca del lugar en donde me habían dado a luz. Pero era uno de esos deseos tan íntimos, tan profundos, que una acaba creyendo que el pronunciarlos en voz alta los hará desaparecer en forma de dedos extendidos que te señalan con sorna, acusándote de anhelos ridículos.

Con el tiempo, como todas las ilusiones que tenemos de niños, ésta fue desapareciendo. Maldita edad. Cuando en el colegio me preguntaban que dónde había nacido, yo soltaba un escueto "en Murcia" que me hacía diferenciarme del resto de chicos de mi pueblo. Más tarde, al llegar al instituto, el nombre de Belén ni se me pasaba por la cabeza al rellenar los múltiples formularios personales; la burocracia acaba matando todas las cosas bonitas.

Hace unos días di lo que se supone un paso más hacia mi inminente edad adulta (palabra fea donde las haya): me senté por vez primera ante el volante de un coche. Cierto que al lado mío otra persona presionaba un segundo embrague cuando yo descuidaba los pedales, pero la sensación de libertad estaba ahí, casi podía tocarse. A la derecha, a la izquierda, la segunda salida de la autopista, da la vuelta en la rotonda, aparca ahí, sal a la calle principal, en cuanto puedas a la derecha. Y yo obedecía, viendo la ciudad como si de otra se tratara, siguiendo los pasos que se me indicaban y que me llevarían a no sabía dónde.

Hasta que en una de esas maniobras (stop, retrovisor, vista al frente) llegamos a una zona en la que yo no había estado nunca. Las calles, de pronto, se tornaron de colores sepia y el mundo retrocedió dieciocho años. "Bien, volvemos, basta por hoy". Y de pronto un rótulo apareció ante mis ojos, encabezando la entrada a un edificio de ladrillo cascado coloreado por el humo de los coches: Clínica de Belén.

Y todo vino a mí, remolino (remolino, otra palabra que suena bien) de recuerdos sepultados, se ojos ilusionados al decir "sí, yo he nacido en Belén", de ese algo que tienen los niños y que no deberíamos jamás desterrar. ¿Sabéis? Creo que he vuelto a nacer. En el mismo lugar que hace dieciocho años.

domingo, 27 de junio de 2010

Del corazón a mis asuntos.

Es mediodía. La habitación parece de terciopelo. A través de las cortinas, tan blancas y livianas, tan solo se filtra un tenue espejismo de luz que amarillea el dormitorio dejando ver las motas de polvo flotando. Siempre he creído que el aire se compone de esos puntitos, algunos tan diminutos que somos incapaces de apreciarlos. El ambiente del cuarto recuerda a un teatro antiguo, en donde una cama de comienzos del siglo pasado (cabecera de cobre dorado, filigrana rizada, parábolas, torres de sueños, colcha pesada) hace las veces de escenario. Y dentro, la actriz se despierta, abre los ojos, despacito, parpadea y el aire le acaricia y calienta la cara, bentita ventana.

El mediodía se parece al otoño. Un mediodía de colores tostados y calor de manta y chimenea, aunque lo uno sean pantalones rasgados y lo otro, una camiseta de manga corta. La suavidad del terciopelo que no es sino algodón cargado de ilusiones. Bajo las escaleras, despacio, voy descalza. La casa está a oscuras, pero no una oscuridad negra ni profunda: es una oscuridad dorada, dorada y cálida, una oscuridad brillante que te arropa y te colma de seguridad. Es la oscuridad del otoño y del mediodía, la oscuridad de los atardeceres en buena compañía y de los trenes de pasajeros, la de las novelas antiguas y las butacas de anfiteatro.

Es mediodía y el salón parece un palacio. No sé por qué, pero ha desaparecido cualquier resto de incomodidad en mi estómago; ahora tan solo hay color. Y como conducida por algún otro brazo, la actriz abandona la platea y se dirige al armario de madera oscura, ese bajo con dos puertas, el de la esquina, el que suele permanecer olvidado. Con una sonrisa se agacha, notando el fru-fru de la ropa contra su piel desnuda, tan suave. Al incorporarse lleva una plancha negra en la mano con dos fotografías en la portada.

Y la aguja baja despacio, despacio, y el disco comienza a girar a treinta y tres revoluciones, y mi mano gira instintivamente la rueda del sonido hacia la derecha, y éste inunda el salón, viene de las paredes, de las paredes y del techo, del suelo y de mi alma, primero el polvo, el polvo y el ruido, y después el salón, el salón dorado con el patio de butacas de terciopelo rojo y las cortinas pesadas, pesadas, y el calor y los candelabros dorados. Y la actriz cae despacio, despacio, hacia el suelo que no es de madera sino de losa vacía, y la verdadera música la inunda, la inunda, la inunda. Fin del acto.

Y allí estoy yo, con el vinilo girando, mi alma dilatada, llorando, llorando.


Porque donde dos cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada...

martes, 15 de junio de 2010

Así suena la voz de un desterrado...

Cada mañana, al despertar con el primer rayo de sol que le caía sobre la cara (los ojos, la línea de los ojos; ¿habrán puesto la almohada a conciencia?), sentía junto a él el tacto de ella. Estiraba las piernas con cuidado, desencajándolas del hueco de sus rodillas, y las estiraba despacito acariciándole los pies con los suyos. La sábana, áspera por naturaleza, se volvía en su compañía de la suavidad más pura, desapareciendo casi al contacto con la piel. Con los ojos cerrados, sentía su respiración en el cuello y el vello del cuerpo entero se le erizaba, rítmico, constante, pequeño terremoto de emociones. Sus manos alrededor de su cintura, sin presionar, sin apretar; no con un seamos nuestros sino con el reposo suficiente para indicar "aquí estoy, para cuando me necesites; mientras tanto eres libre".

Mientras que el sueño iba abandonándolo, poco a poco, como con reparos a privarle de su compañía, él aspiraba el olor del cabello de ella. No olía a melocotón, ni a frutas ni a dulces; no olía a azúcar ni a té verde ni a flores silvestres. Olía a ella, a sexo y a sudor, a sus manos aferrándose a él; olía a piel caliente y a sentimiento humano. Quiero enredarme en ti, decía ese olor. Sí, olía su cabello y sentía sus manos, y estiraba las piernas poco a poco para acariciarle los pies descalzos. Ella estaba desnuda, sentía su cuerpo pegado a su espalda.

Y poco a poco el sueño se retiraba, atroz amante que abandona al que tanto lo necesita, para ser sustituído por los rayos de sol, la misma franja de luz que todos los días, verano o invierno, caía exactamente a la altura de sus ojos (¿cómo demonios lo harían?). Y él se negaba a abrir los ojos, se negaba a abrir los ojos hasta que sonaba la sirena obligándole a ello.

Porque sabía, al alejarse completamente del sueño y permitir la entrada de luz en sus pupilas, lo que encontraría: cuatro paredes de piedra y un suelo de baldosas negras. La puerta con rejas a su izquierda; el orinal a su derecha. Y él desnudo en el catre, sin sus manos ni su olor ni su pelo ni su pecho, sin su vida. Y con diez años de soledad por delante.


Y entonces lloramos, maldiciendo...