viernes, 9 de julio de 2010

Como si fuera la primera vez.

Cuando era pequeña, me gustaba decir que había nacido en Belén. Durante mucho tiempo me pregunté realmente cómo habrían hecho mis padres para traerme desde ese lugar con arena y palmeras que se veía en los esparates de las tiendas por navidades. Sí, yo había nacido en Belén, como el niño Jesús, afirmaba, y luego sonreía pensando que eso era algo tremendamente bonito y especial. No soy cristiana y solo ahora empiezo a tener conocimientos sobre cultura religiosa, pero mi abuela me inculcó que el niño Jesús era alguien lindo y dulce, una cosita sonrojada de mofletes incapaz de hacer mal a nadie. Y aún así, Belén es una palabra demasiado bonita, que suena bien al pronunciarse con la adecuada entonación, como arena, estertor, bucle, perífrasis, pelícano u orgasmo.

¿Dónde naciste? Me preguntaban, y yo respondía ligera: en Belén. Hasta que mi madre me aclaró que Belén se encontraba realmente en algún punto de Murcia, y que ya no nacían más niños allí. Desde entonces, siempre quise ir a Belén; comencé a sentir una enorme curiosidad acerca del lugar en donde me habían dado a luz. Pero era uno de esos deseos tan íntimos, tan profundos, que una acaba creyendo que el pronunciarlos en voz alta los hará desaparecer en forma de dedos extendidos que te señalan con sorna, acusándote de anhelos ridículos.

Con el tiempo, como todas las ilusiones que tenemos de niños, ésta fue desapareciendo. Maldita edad. Cuando en el colegio me preguntaban que dónde había nacido, yo soltaba un escueto "en Murcia" que me hacía diferenciarme del resto de chicos de mi pueblo. Más tarde, al llegar al instituto, el nombre de Belén ni se me pasaba por la cabeza al rellenar los múltiples formularios personales; la burocracia acaba matando todas las cosas bonitas.

Hace unos días di lo que se supone un paso más hacia mi inminente edad adulta (palabra fea donde las haya): me senté por vez primera ante el volante de un coche. Cierto que al lado mío otra persona presionaba un segundo embrague cuando yo descuidaba los pedales, pero la sensación de libertad estaba ahí, casi podía tocarse. A la derecha, a la izquierda, la segunda salida de la autopista, da la vuelta en la rotonda, aparca ahí, sal a la calle principal, en cuanto puedas a la derecha. Y yo obedecía, viendo la ciudad como si de otra se tratara, siguiendo los pasos que se me indicaban y que me llevarían a no sabía dónde.

Hasta que en una de esas maniobras (stop, retrovisor, vista al frente) llegamos a una zona en la que yo no había estado nunca. Las calles, de pronto, se tornaron de colores sepia y el mundo retrocedió dieciocho años. "Bien, volvemos, basta por hoy". Y de pronto un rótulo apareció ante mis ojos, encabezando la entrada a un edificio de ladrillo cascado coloreado por el humo de los coches: Clínica de Belén.

Y todo vino a mí, remolino (remolino, otra palabra que suena bien) de recuerdos sepultados, se ojos ilusionados al decir "sí, yo he nacido en Belén", de ese algo que tienen los niños y que no deberíamos jamás desterrar. ¿Sabéis? Creo que he vuelto a nacer. En el mismo lugar que hace dieciocho años.

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