Es mediodía. La habitación parece de terciopelo. A través de las cortinas, tan blancas y livianas, tan solo se filtra un tenue espejismo de luz que amarillea el dormitorio dejando ver las motas de polvo flotando. Siempre he creído que el aire se compone de esos puntitos, algunos tan diminutos que somos incapaces de apreciarlos. El ambiente del cuarto recuerda a un teatro antiguo, en donde una cama de comienzos del siglo pasado (cabecera de cobre dorado, filigrana rizada, parábolas, torres de sueños, colcha pesada) hace las veces de escenario. Y dentro, la actriz se despierta, abre los ojos, despacito, parpadea y el aire le acaricia y calienta la cara, bentita ventana.
El mediodía se parece al otoño. Un mediodía de colores tostados y calor de manta y chimenea, aunque lo uno sean pantalones rasgados y lo otro, una camiseta de manga corta. La suavidad del terciopelo que no es sino algodón cargado de ilusiones. Bajo las escaleras, despacio, voy descalza. La casa está a oscuras, pero no una oscuridad negra ni profunda: es una oscuridad dorada, dorada y cálida, una oscuridad brillante que te arropa y te colma de seguridad. Es la oscuridad del otoño y del mediodía, la oscuridad de los atardeceres en buena compañía y de los trenes de pasajeros, la de las novelas antiguas y las butacas de anfiteatro.
Es mediodía y el salón parece un palacio. No sé por qué, pero ha desaparecido cualquier resto de incomodidad en mi estómago; ahora tan solo hay color. Y como conducida por algún otro brazo, la actriz abandona la platea y se dirige al armario de madera oscura, ese bajo con dos puertas, el de la esquina, el que suele permanecer olvidado. Con una sonrisa se agacha, notando el fru-fru de la ropa contra su piel desnuda, tan suave. Al incorporarse lleva una plancha negra en la mano con dos fotografías en la portada.
Y la aguja baja despacio, despacio, y el disco comienza a girar a treinta y tres revoluciones, y mi mano gira instintivamente la rueda del sonido hacia la derecha, y éste inunda el salón, viene de las paredes, de las paredes y del techo, del suelo y de mi alma, primero el polvo, el polvo y el ruido, y después el salón, el salón dorado con el patio de butacas de terciopelo rojo y las cortinas pesadas, pesadas, y el calor y los candelabros dorados. Y la actriz cae despacio, despacio, hacia el suelo que no es de madera sino de losa vacía, y la verdadera música la inunda, la inunda, la inunda. Fin del acto.
Y allí estoy yo, con el vinilo girando, mi alma dilatada, llorando, llorando.
Porque donde dos cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada...
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