martes, 15 de junio de 2010

Así suena la voz de un desterrado...

Cada mañana, al despertar con el primer rayo de sol que le caía sobre la cara (los ojos, la línea de los ojos; ¿habrán puesto la almohada a conciencia?), sentía junto a él el tacto de ella. Estiraba las piernas con cuidado, desencajándolas del hueco de sus rodillas, y las estiraba despacito acariciándole los pies con los suyos. La sábana, áspera por naturaleza, se volvía en su compañía de la suavidad más pura, desapareciendo casi al contacto con la piel. Con los ojos cerrados, sentía su respiración en el cuello y el vello del cuerpo entero se le erizaba, rítmico, constante, pequeño terremoto de emociones. Sus manos alrededor de su cintura, sin presionar, sin apretar; no con un seamos nuestros sino con el reposo suficiente para indicar "aquí estoy, para cuando me necesites; mientras tanto eres libre".

Mientras que el sueño iba abandonándolo, poco a poco, como con reparos a privarle de su compañía, él aspiraba el olor del cabello de ella. No olía a melocotón, ni a frutas ni a dulces; no olía a azúcar ni a té verde ni a flores silvestres. Olía a ella, a sexo y a sudor, a sus manos aferrándose a él; olía a piel caliente y a sentimiento humano. Quiero enredarme en ti, decía ese olor. Sí, olía su cabello y sentía sus manos, y estiraba las piernas poco a poco para acariciarle los pies descalzos. Ella estaba desnuda, sentía su cuerpo pegado a su espalda.

Y poco a poco el sueño se retiraba, atroz amante que abandona al que tanto lo necesita, para ser sustituído por los rayos de sol, la misma franja de luz que todos los días, verano o invierno, caía exactamente a la altura de sus ojos (¿cómo demonios lo harían?). Y él se negaba a abrir los ojos, se negaba a abrir los ojos hasta que sonaba la sirena obligándole a ello.

Porque sabía, al alejarse completamente del sueño y permitir la entrada de luz en sus pupilas, lo que encontraría: cuatro paredes de piedra y un suelo de baldosas negras. La puerta con rejas a su izquierda; el orinal a su derecha. Y él desnudo en el catre, sin sus manos ni su olor ni su pelo ni su pecho, sin su vida. Y con diez años de soledad por delante.


Y entonces lloramos, maldiciendo...

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