Lo siento.
Sé que esas dos palabras no os sirven de una mierda, y asumo que tenéis todo el derecho del mundo a esbozar sendas sonrisas irónicas y comentar jocosamente que vaya, pobre ella que lo siente y no hemos sabido comprenderla. Pero a pesar de todo, es verdad. Tan verdad como que no puedo deciros más ni tengo tampoco derecho a ello; tan verdad como que cada vez que pienso en lo que sin querer y sin percatarme siquiera, actuando como una estúpida inmadura, os he hecho, me parto por dentro en dos. Y de nuevo repito: por favor, ser libres de reír con sarcasmo de ese tan ácido, me sentiría casi peor si no lo hiciérais.
Sabéis que no me gustan las medias tintas. Y que la brutalidad directa es muy vuestra, muy nuestra. Y que probablemente éste no sea el mejor sino el peor medio para transmitir nada medianamente serio. Pero ayer un adiós así, seco, no me dejó seguir intentándolo, y no tengo dinero para llamar a nadie ni fuerzas para presentarme por sorpresa a la salida de vuestra facultad, que es lo que debería hacer, ni nada.
Hoy no podía más y me he ido a la cama, y al despertarme no podía pensar en otra cosa que en que la había cagado, que había metido la pata hasta el fondo. Hace ya mucho tiempo. Que debí haberme dado cuenta hace meses lo sé; que sueno el dobre de estúpida ahora, escribiendo esto aquí como si nada, también.
Me toca, a pesar de todo, pediros una segunda oportunidad. Porque de verdad que os quiero.
Por favor.
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