La chica, qué digo, la mujer, me mira sonriente desde una fotografía ya gastada por el tiempo. Lleva el pelo al viento, moreno, moreno, y un vestido corto que deja ver el recorrido de las clavículas por debajito de su piel. Sonríe, sonríe mucho y se abraza a la amiga, esa eterna figura que debería aparecer en todas las imágenes que valen la pena. Tienen veinte años y el cabello manchado de arena, y hacen equilibrios sobre una barandilla blanca que separa la calle de la playa. Como si el mundo existiera solamente para ellas.
El olvido del amor se cura en soledad, gritan los altavoces, y yo paso la página para contemplarla de nuevo a ella, tan joven, tan guapa, tan viva y tan todo. Que, tirada en un tramo de césped, huye desesperadamente de las cosquillas de dos chicos y la amiga, la de siempre, la de antes. La misma que llamará en media hora para ir a tomar unas cervezas, que hace tiempo que no nos vemos y hoy estoy por la ciudad, ¿qué te parece?
Hay un periódico abierto en mitad de la mesa. Miles de chavales, "jovenes estudiantes" o "alborotadores antisistema", según el medio que los retrate (que nos retrate), corean consignas en una imagen de media página. "La Juventud Sin Futuro, indignada, se levanta contra el ninsmo", reza el titular. Y yo paso la página del álbum para encontrármela de nuevo a ella, puño en alto e inmersa en una marea humana que fluye por las calles de ese Madrid tan mío, tan suyo, tan nuestro.
Vértigo, que el mundo pare, qué rapido se me hace el viaje. Tengo miedo de que pase el tiempo y me dé cuenta de que no he aprovechado estos años como debería. ¿Por qué cuando miro fotos de mi madre me reconozco a mí en ella?
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