Madrid decía adiós por la ventanilla, pegando las palmas de las manos al cristal tan fuerte que las uñas iban separándose poco a poco de la yema de los dedos, despacio, despacio, mientras todo se mojaba regado por las lágrimas de no creer, de no entender. Madrid se encogía en el asiento, sí, sin querer mirar de reojo a la compañera de viaje ni estirar las piernas ni tumbar el reposacabezas, no, porque el tiempo había pasado demasiado deprisa y ahora sólo se podía apretar los puños y cerrar los ojos con rabia, hasta que párpado y pupila se incrustan y el cerebro crea la falsa sensación de estar viendo parpadeos blancos sobre fondo negro.
Madrid necesita tiempo para asumir lo que ha vivido este año. Tiempo para entender los fracasos estrepitosos y las pequeñas victoras, para asentar lo aprendido y removerlo mucho por dentro (que no, que no, que no se quede sentado), para sonreír despacito recordando paseos nocturnos y abrazos y comisuras traviesas y pelos al viento y gritos al aire y gafas rojas con el metro de Londres y manos y fotos y sofás negros y conciertos y ritmos en la pared y cervezas en la terraza y comidas en el Retiro y disfraces de carnaval. Y llantos, y carreras y orgasmos y besos, y amigos.
Madrid quiere ponerse música de pensar, cerrar los ojos desnuda sobre un colchón e ir ordenando cada uno de sus recuerdos para llegar finalmente a aceptar que son reales. Madrid se encoge, se encoge, tan frágil como un espejo del Barbieri, tan fuerte como una inmigrante en Lavapiés. Y apoya la cabeza en el cristal, sin saber si mirar o no a la ciudad que se queda detrás.
Ah, no, espera. Que soy yo la que va en el bus.
No hay comentarios:
Publicar un comentario