Atrás se queda el año de los sueños cumplidos y de las desilusiones grandes, enormes. Y si me piden que lo resuma, que nadie lo ha hecho, claro, diré que 2010 no se ha preocupado por cómo me siento yo, no, solo enero y la noche del 19 de febrero, y una semana (una solo) de agosto (en la que el frío se volvió calor y de pronto ya no estaba sola), y por último Madrid. Madrid con los abrazos de Alba, y los de Ángel, y los de David. Madrid con noches ruidosas y noches calladas.
2010 me ha hecho creer, sí, que era realmente importante para alguien ahí fuera, y más tarde, sí, que no importaba una mierda. Me dejó sola, a la deriva, de cara a un mundo que no era el mío y que no lo fue nunca. Quizá en determinadas ocasiones, 2010 me ayudó a engañarme para poder levantarme del suelo.
Me he esforzado más que nunca en este decadente 2010. Y me he dejado hasta puntos insospechados, también. Me he tanteado por dentro, me he palpado, me he dañado, y me he puesto vendas después por causas múltiples: lesiones externas y las mías propias.
Y ahora que va a morir, 2010 se vuelve amable a la vejez y me hace dos regalos: el Madrid añorado, con su lluvia y sus calles, sus rincones, sus librerías de segunda mano y sus conciertos a medianoche, sus terrazas teñidas de acordes de guitarra, sus risas, sus llantos, sus violinistas en el metro, sus ahnelos y sus ansias, sus luchas desbocadas, su juventud añeja, como el vino viejo, y esa prisa por vivir que te da la inexperiencia; y la verdad sobre la mentira, que ya era hora, por mucho que duela.
Quedan 24 horas para un 2011 que, me temo, no va a devolver al mundo su locura robada por sistemas económicos y medios de control, pero que quizá se nos muestre amable y el 1 de enero, en vez de llorar, nos dirija una sonrisa y nos de un abrazo.
Adiós 2010. Adiós, adiós.
