sábado, 12 de noviembre de 2011

Traigan un médico.

Quería escribir algo de cuando era (más) pequeña. Lo recordé anteanoche, tumbada bocarriba en la cama a eso de las cuatro de la mañana. Anteanoche y bocarriba. Yo corría detrás de las palomas, no me gustaba especialmente hacerlo pero aquel día había otra niña que sí parecía disfrutar bastante. Para mí era mejor sentarme a mirarlas y acercarme despacito, despacito, a la que tenía más pinta de interesante. Abría las manos con cuidado pero ella siempre salía volando; son listas las palomas, nunca logré atrapar una. Mi padre sí, lo hizo una vez, y a mí se me abrían los ojos de sorpresa cada vez que me acordaba; me parecía algo bonito, las palomas le querían.

Yo iba con mi madre, que intentaba tirar de mí para algún lado que no fuera la barandilla de las escaleras de la Glorieta, de piedra y un metro de anchura, planita, planita, tobogán perfecto por el que mi entorno social llegaba a hacer colas de media hora. Mi abuela estaba también por ahí, creo; siempre ha "estado por ahí", es algo intrínseco a ella, como la sombra de la que no puedes despegarte pero que hace las mejores paellas del mundo. Y mi madre me cogió en volandas, me sentó en un banco, y me preguntó, muy seria: "¿Te sabes tu fecha de nacimiento, Julia?".

No sé qué edad tendría yo. Anteanoche era incapaz de recordarlo, me dolía demasiado la cabeza, pero sé con certeza que en aquel momento me sentí la persona más mayor del mundo, a la que le hacían revelaciones importantes. Entonces mi madre me dijo que eso del "dos del dos del noventaidós" era sencillo de aprender, como una canción. Me pasé meses preguntándole a mis amigas por su fecha de nacimiento, y desde entonces siento un resto de orgullo cada vez que pronuncio ese "taidós".

No sé a cuento de qué me acordé de esto.
Quizá es que estaba cansada, cansada como todo este mes monstruoso en que nos dejamos la piel cada mañana y cada tarde para conseguir no sabemos qué, para construir un algo que igual se nos desmorona en apenas una semana. Es esta necesidad de ternura constante dentro de un mundo crudo como el más gélido invierno, en donde nos rozan con raspadores metálicos y nos exigen cada vez más convicción en la nada, más capacidad de supervivencia, más levántate otra vez.

O quizá, simplemente, había leído demasiadas veces eso de oncedeloncedelonce, y la niña que hay en mí quería reivindicar lo del taidós, taidós.
En cualquier caso, me pareció bonito.

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