(Y a solas, me busco la muerte en cada lavabo).
Tengo dos cuadernos abiertos sobre la mesa. El uno es de rayas y lo compré en Portugal, el otro está lleno de apuntes y me lo regaló alguien frente a la casa de algún pintor flamenco, no recuerdo ya. Me acabo de quitar los zapatos y el tacto de las medias se siente extraño, se escurre entre los dedos de los pies.
Me gusta descalzarme casi tanto como desnudarme. Y en uno de los cuadernos hay notas y más notas, e intervenciones en asambleas y órdenes del día, listas de la compra, conclusiones, impedimentos políticos, que es una palabra tan repulsiva como bonita. El cuarto está en penumbra. Lo prefiero así, la misma luz mortecina de día que de noche, con la cortina corrida que Alex dice que da ambiente de prostíbulo antiguo. La Folie Baudelaire, quizá. O puta barata de barrio. Un atril en la plaza.
No se oye bien por el teléfono. Eso me pasa por aborrecer la luz eléctrica, pero es que cuando enciendo velas las sombras se mueven y es todo mejor y hasta parece que me estés abrazando. Aunque sea mentira.
Ahora todo es más difuso, o más claro y más agotador, pero el salitre sigue estando ahí. Es el mismo trasfondo y yo sigo bebiendo ron mientras me ahogo de angustia. Aunque los libros son bonitos, creo. Y si algo puedo amar, amaré eso.
Mi armario está entreabierto mientras gasean estudiantes en Chile, mientras me pierdo aquí dentro, mientras detienen manifestantes en Barna, mientras me bajo las medias, mientras llueve allá en Gaza y en cada barrio llora gente que no sabe ni la mitad de lo que pasa. No sé si reír y ser joven o gastarme antes de tiempo. No sé de qué va eso de gastarse y me da miedo.
Escribo para no pegarme un tiro en la nuca. Eso leí en un poemario que me descubrió un amigo. Y la verdad, ya no sé qué pensar.
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