jueves, 27 de octubre de 2011

Invéntate el final de cada historia.

De entonces no me queda nada, sólo pequeñas batallas que antes creía ganadas, que perderé mañana... Madrid era una hoguera y nosotros incendiarios, aullando a la noche como lobos solitarios.


Creo que no hay absolutamente nada en el mundo a lo que tema con más fuerza que al paso del tiempo. Llamadme cómoda, decid que vivo bien, que no tengo, de momento, que pelear por comer día a día. Bueno, cada sueño tiene sus condiciones de posibilidad.

El caso es que yo estoy llorando ahora como una idiota (sí, de nuevo, qué novedad, maldita cría), y no llego a dilucidar si sé o no sé y si aprecio o no lo hago en absoluto. Qué pasa si de pronto descubro que no, que nunca viví lo que pude, que nunca amé como quise. Qué tipo de existencia sería esa.

Es este desastre de edad; esta jodida época que tiene que ser la síntesis de todo y de nada, con la presión constante de los testimonios pasados y los miedos futuros. Quizá la construímos para tener en dónde escondernos dentro de veinte años, qué sé yo, pero la constancia de que se pasa (se pasa, se pasa, se pasa) sigue ahí sobrevolando mis lágrimas y se niega a disolverse por más que la riego con argumentos serios y frívolos.

Y ese acabar la carrera ahí tan presente, y ese otro con eso no se acaba nada plantándole cara, que no tengo muy claro si es que no le quiero siquiera hacer caso o que su simple presencia no me genera más que risa estúpida. Risa estúpida. No sé si quiero crecer.

Pero es que estamos perdiendo tanto. Estamos luchando tanto y creando tanto, y huyendo tanto y soñando tanto, que los días se pasan casi sin verlos. Y eso me da miedo. Muchísimo miedo. Que tengo esa edad que se quiere siempre, joder, que la tengo aquí y ahora y siento tanto pánico de perderla que no sé muy bien cómo tratarla.

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